TOMBUCTU



EL ESPEJISMO DE UN MITO

A lo largo de los siglos, el nombre de Tombuctú ha sonado a relatos de fabulosas aventuras a través del desierto, excitando la imaginación de Occidente y creando en torno a este enigmático lugar una extraña fascinación, un auténtico mito.
Mucho tiene que ver este mito con su aislamiento, no en balde el riguroso clima del Sahara por un lado y las crecidas del río Níger en según qué épocas del año por otro, han contribuido a que su población viva aislada, al margen del resto del mundo, preservando su más preciado patrimonio, la cultura que la convirtió en su época de mayor esplendor en un destacado centro de gran sabiduría, el mayor en todo el continente africano y en buena parte del resto del mundo.
Con el transcurso del tiempo, generaciones enteras de exploradores han viajado hasta los confines más remotos de la Tierra, sin embargo, el hecho de que la legendaria Tombuctú fuera inaccesible a los no musulmanes, acrecentó el misterioso encanto que siempre despierta todo aquello que resulta desconocido.
Llegó a decirse que los occidentales mostraban interés por esta ciudad perdida en el desierto porque necesitaban soñar. Muy posiblemente no les faltaba razón.

RETAZOS DE LA HISTORIA CONOCIDA
Se asegura que los orígenes de Tombuctú se remontan al siglo XII, siendo fundada por los tuaregs, quienes tenían un campamento que luego se convertiría en escala comercial del tráfico de sal, punto de entrada al desierto en la ruta transahariana de norte a sur. En este enclave se reunían los camelleros tuareg  con la sal que traían del Mediterráneo para intercambiarla por oro, fruta y pescado con las tribus negras que poseían dichos bienes en abundancia. La procedencia del oro con el que comerciaban era desconocida, y sumado al hecho de que no se permitía la entrada en la ciudad a los extranjeros, originó las más diversas leyendas sobre la ciudad.
En el siglo XIV se inició su primer periodo de esplendor, siendo construida una muralla y la primera mezquita.
Más adelante fue tomada de nuevo por los tuareg, que la exprimieron económicamente, siendo entonces cuando el rey songhay Sunni Ali se apoderó de ella y la empobreció todavía más. No sería hasta la llegada de los askias, quienes devolvieron a la ciudad su riqueza cultural y comercial
Al filo del siglo XVI Tombuctú llegó a tener entonces alrededor de cien mil habitantes de diversas etnias: bereberes, árabes, mauritanos y tuareg, y su universidad alcanzó fama en todo el mundo. Durante trescientos años se acreditó como uno de los focos más activos de la cultura islámica. Luego, diferentes cambios políticos la hicieron declinar de forma irremediable.
En 1591 tropas mandadas por el sultán de Marruecos conquistaron la ciudad y otras poblaciones de la zona. En dicha expedición iban mercenarios españoles, quienes fueron los primeros europeos en entrar en Tombuctú. La mayor parte de estos soldados se quedaron en la ciudad y se fundieron con la población local. El dominio marroquí duró alrededor de doscientos años, al cabo de los cuales los sultanes perdieron interés por ella, dado que no habían llegado a controlar las minas de oro y que resultaba demasiado caro mantener el poder nominal sobre toda la región.
Las únicas noticias de las que se tuvo constancia en aquellas épocas era de los aventureros que se adentraban en el desierto intentando alcanzarla y no habían regresado. La sed, la traición de sus guías por el territorio, los ataques de los nómadas o el odio de los fanáticos religiosos hacían imposible que el viajero lograra su ansiado objetivo.

RENÉ CAILLIÉ, PRIMER EUROPEO EN TOMBUCTÚ
En el siglo XIX, la Sociedad Geográfica de París ofreció un premio al primer europeo que lograra llegar a Tombuctú y volver.
El 30 de enero de 1805 el escocés Mungo Park partió del puerto inglés de Portsmouth hacia la isla atlántica de Gorea, y desde allí se dirigió a Bamako, actual capital de Mali, enclavada en el río Níger. A partir de esta ciudad descendió en canoa por el río hasta Segou, que constituía el punto más avanzado donde había llegado en su primera expedición. Hasta ese momento, la expedición ya constituía un completo fracaso, pues las enfermedades y las emboscadas de los indígenas habían diezmado el grupo y sólo quedaban cuatro europeos.
A pesar de las múltiples dificultades y con la ayuda del único soldado disponible, Mungo Park construyó una pequeña embarcación a partir de las piraguas utilizadas hasta entonces. El 19 de noviembre se dispusieron a avanzar hacia una parte desconocida del río, remontaron unos 1.600 kilómetros por el Níger, antes de ser atacados con flechas y lanzas por los hausas. Se retiró hacia el río, donde acabó ahogándose junto con sus compañeros en Busa (Nigeria). Un guía y porteador, el único superviviente, informó a las autoridades de su trágico final.
El también escocés Alexander Gordon Laing salió de Trípoli en febrero de 1825 con la intención de estudiar la cuenca del Níger. Consiguió llegar y permanecer en Tombuctú hasta 38 días, pero fue obligado a marchar, aunque no llegó muy lejos pues fue asesinado en el desierto.
El marinero francés Paul Jubert llegó a la ciudad tras sufrir un naufragio frente a las costas de Marruecos y Senegal, siendo hecho prisionero y conducido a Tombuctú, donde fue vendido como esclavo: nunca recuperó la libertad y falleció al cabo de algunos años en Marruecos como cautivo.
El explorador francés René Caillié, después de un largo viaje desde Saint Louis (Senegal) entró en Mali y consiguió llegar a la localidad de Djenné, en la cuenca del río Níger, a unos quinientos kilómetros de Tombuctú. Una vez allí, se embarcó a bordo de una pequeña chalupa de mercaderes y un año después de su partida, el 20 de abril de 1828, alcanzó la ciudad soñada, Tombuctú, siempre haciéndose pasar por musulmán. Permaneció dos semanas en la ciudad, tomando notas que guardó entre las páginas del Corán, y la abandonó uniéndose a una caravana transportadora de esclavos que partía hacia Marruecos, atravesando el Sahara.
En 1830, después de dieciséis años de ausencia, volvió por fin a Francia y, en el mes de diciembre, la Sociedad Geográfica de París le hizo entrega de los diez mil francos que había prometido a quien lograra regresar de Tombuctú con una descripción auténtica de la ciudad.
Aquel mismo año, publicó una narración de su viaje titulada Journal d’un voyage à Tombuctú, que le aseguró un gran renombre, además de describir de modo detallado la ciudad, tal y como se encontraba a inicios del siglos XIX, advirtiendo que Tombuctú era en verdad una urbe empobrecida y ruinosa, pues el esplendor que le había dado gran fama en Europa era cosa de un pasado muy lejano; también en su crónica mostró curiosidad y respeto hacia la cultura de las poblaciones locales descubiertas a su paso.
Tales observaciones sobre la decadencia de Tombuctú fueron inicialmente cuestionadas en el continente europeo, pero resultaron confirmadas por el explorador alemán Heinrich Barth, quien también llegó a dicha ciudad bastantes años después, concretamente en 1858.
René Caillié falleció el 17 de mayo de 1838 con sólo 39 años, a causa de una enfermedad que contrajo en África.
En 1893 Tombuctú cayó bajo la dominación colonial francesa. Dicha ocupación se mantuvo hasta 1959, cuando el Sudán francés se independizó con el nombre de Mali.

UN ESPEJISMO DEL PASADO
Muy a pesar de su historia, Tombuctú se enfrenta a diversos problemas de carácter natural y económico. En primer lugar, la situación de la ciudad, muy próxima al desierto, la convierte en objeto de fuertes tormentas de arena. Debido, también, a su proximidad al Níger sufre crecidas del río que dejan a la ciudad completamente aislada.
Por otro lado, en la última década han sido frecuentes los ataques por grupos armados que la han saqueado, causando el terror entre la población.
Buena parte del área de la ciudad está dedicada a mercados y espacios públicos, siendo la mayoría de sus calles de arena, estrechas y sinuosas.
Uno de los lugares más atractivos para el visitante es su muralla, de unos cinco kilómetros, pero también la mezquita Djingareyber, construida en 1325 por el arquitecto Ishaq Es Saheli. Esta es la única mezquita a la que pueden acceder los extranjeros no musulmanes.
También cabe destacar la arquitectura tan especial de esta región en la mezquita de Sankore, convertida en universidad islámica, el Palacio Buctú y la mezquita Sidi Yehia, auténticos recuerdos de la edad de oro de esta ciudad.
A raíz de su declaración como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1988 se desarrollaron programas para proteger y conservar la ciudad de las arenas del desierto. Sin embargo, la inestabilidad política (con tintes religiosos) ha llevado a la destrucción de lugares emblemáticos. Entre 2012 y 2013, grupos islamistas radicales causaron una auténtica barbarie.       
La visita a Tombuctú puede llegar a ser algo decepcionante si se espera encontrar una gran ciudad. En realidad se trata de una población polvorienta y con casas construidas en barro, situada a la salida del desierto y en mitad de ninguna parte.
Una vez vistas sus mezquitas y paseado por sus calles, existe la posibilidad de vivir una noche en el desierto, pernoctando cerca de algún poblado tuareg después de un paseo a camello a través de las dunas. Los tuareg son gente muy hospitalaria que suelen estar encantados con recibir turistas, deleitándoles con su folklore, sus canciones y música. Sin duda vale la pena vivir la experiencia de pasar una noche en el desierto, sentados alrededor del fuego.
Lejos están ya las épocas en que Tombuctú vivía su esplendor, cuando llegaban las caravanas de sal y centenares de camellos cargados de mercancías la hacían revivir llenándola de riquezas. En sus mercados podían encontrarse productos de toda África: oro en polvo, plumas, marfil, tapices, cobres marroquíes, tabaco, dátiles… Cuando las mezquitas se llenaban de fieles y en sus escuelas coránicas se hablaba de teología, poesía, filosofía y gramática. En sus multicolores fiestas se unían canciones y bailes de etnias diferentes, mientras por las calles andaban avestruces junto a cabras, camellos, bueyes y caballos. Por aquel entonces a la ciudad llegaron a denominarla “la Roma del Sudán” o “la Meca del Sahara”.
Para revivir aquel esplendor de antaño, el viajero actual debe recurrir a la imaginación. No obstante, quien se asoma al ventanal de su realidad cree moverse en un mundo extraño e incomprensible y, sin apenas percatarse, también se siente irremisiblemente atrapado por la fascinación de contemplar una recóndita población donde la vida transcurre al ritmo que marcan sus primitivos pobladores, como si para ellos el tiempo se hubiese detenido hace siglos. Tombuctú se ha convertido en un objetivo literario para la ensoñación de un mundo perdido.

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