ELEFANTES, AVIONES Y ROLLS ROYCE
Hace menos de un siglo en el palacio de Laxmi Vilas de Baroda a los importantes se les solía pedir que indicasen en una tarjeta su opción de transporte para las actividades del día siguiente: elefante, caballo o Roll Royce.
El maharajá de Mysore llegó a tener un millar de elefantes. Nadie podía rivalizar
con él. Todos los años se postraba ante
el favorito de entre sus elefantes, renovando su alianza con las fuerzas de la
naturaleza y asegurando así prosperidad para sus súbditos. La fiesta del Dussehra
suponía todos los años un despliegue extraordinario de estos animales. Cerca de
un millar de elefantes desfilaban.
No
todos los maharajás se podían permitir un avión, pero todos tenían coches
potentes y algunos disponían más de cien de los mejores. El maharajá de Cooch
Behar y el sexto nizam de Hyderabad
fueron los primeros en ir sobre ruedas en 1890.
El primer
Rolls Royce lo compró el maharajá de Gwalior en 1908, le llamaban la ‘Perla del
Este’. Aunque el maharajá Bhupinder Singh de Patiala tenía unos 27 modelos de Rolls además de un
centenar de coches de otras marcas.
Al
príncipe de Bharatpur también le gustaban con locura los automóviles, una vez
compró un escaparate de Londres lleno de Rolls, junto con los servicios de un
asistente. Este infeliz pasó revista a los coches orgullosamente antes que su ostentoso
propietario y recibió la gran conmoción de su vida cuando el maharajá ordenó
que se los llevasen y los usaran para cargar
la basura municipal.
Sus coches eran tratados como seres vivos por un
personal especializado. Poseía un Rolls hecho en plata maciza.
En
Hyderabad, el séptimo nizam tenía
predilección por coleccionar limusinas. Llegó a coleccionar más de 200
vehículos de lujo sin prácticamente usarlos.
El
ritmo de compra de coches excepcionales se interrumpió más o menos durante la
Segunda Guerra Mundial, por motivos obvios, y ya nunca se restableció. Sin
embargo, el hedonista maharajá Pratap Sinha de Baroda, nieto de Sayaji Rao,
reclamó el primer Rolls de la fábrica después de la guerra.
El de Patiala era aficionado a los coches y tenía
más de una treintena de los mejores Rolls Royce, colección que siempre mostraba
orgulloso a sus invitados.
Pero
los príncipes no sólo compraban Rolls. El encantador maharajá de Alwar tenía
una flota de Hispano-Suiza acabados en color azul. En 1924 también encargó un
Lanchester en Inglaterra, de color dorado por dentro y por fuera. Conductor y
acompañante iban sentados a cielo abierto sobre cojines dorados. La parte de
atrás era una copia del coche de coronación británico con sus lámparas de
carruaje y sus coronas doradas. En lugar de los correspondientes asientos
traseros había un asiento para dos lacayos. El volante era de marfil y como el
maharajá tenía manía a cualquier tipo de piel, la tapicería e incluso ciertas
partes de la suspensión se hicieron con otros materiales. El coche podía ir a
3.000 millas/hora en desfile con los lanceros de Alwar o correr a 80 si así se
requería.
El maharajá
hizo su último viaje en éste extravagante vehículo. Murió de apoplejía en Paris
en 1937 y el coche fue a su encuentro en la frontera del país como él había
ordenado. Con el maharajá sentado, impecablemente vestido hasta con los guantes
blancos que llevaba en vida y con unas gafas oscuras para proteger sus ojos sin
vista de los rayos de sol del verano en Rajasthan, hizo su majestuoso camino
hacia las llamas.
El maharajá de Patiala en el Punjab llegó a tener
hasta veintisiete Rolls. Aseguran que fue el primero en la India en recibir un coche
(1892), un De Dion Bouton. Sus garajes estaban repletos de automóviles que no
utilizaba nunca. Era uno de los más ricos, poseía un ejército de 15.000
hombres, tanques Centurión e incluso baterías de artillería.
FERROCARRILES,
CABALLOS Y CACERÍAS
En 1853, los cañones saludaron con ruidosas salvas
la salida del primer tren de vapor desde Bombay.
En
1947, al lograrse la independencia, existían más de 48.000 kilómetros de vía
férrea, en gran parte propiedad de los maharajás que viajaban a través del
subcontinente.
En
la actualidad, la Indian Railways se calcula que posee más de 15.000
locomotoras y transportan alrededor de 5.000 millones de pasajeros al año.
Vagones
de color marfil, decorados con las insignias blasónicas de Jaipur, Udaipur,
Jodhpur y Bikaner.
Antaño
los maharajás utilizaban sus propios ferrocarriles para trasladarse a sus
residencias de verano, recibir al Emperador en Delhi o desplazarse a orillas
del sagrado Ganges.
El
“Palacio sobre ruedas” es hoy un viaje que transporta a los turistas a la
mítica atmósfera de los príncipes rajputs.
Los vagones datan del siglo XIX (1898 el más antiguo), son lujosos, tienen
espaciosas cabinas o compartimentos con cuatro literas y baño privado.
Candelabros de cristal tallado. Tapizados. Colgadores de plata simulando
cabezas de elefante con la trompa levantada, etc… Existen varios e interesantes
recorridos.
Cuando se desplazaban en ferrocarril, el vagón que
ocupaban los maharajás iba precedido de otros exclusivamente dedicados al
transporte de baúles, servidumbre, caballos, las maharaníes y todo su séquito.
Como curiosidad hay que citar que el maharajá de Gwalior
tenía en el ferrocarril uno de sus juguetes preferidos, con raíles hechos de
plata maciza. En las fiestas, solía mostrar a sus invitados sus miniaturas predilectas
y jugaba con ellas. Los coches llevaban cigarrillos y golosinas. Los
vagones-cisterna llevaban whisky y bebidas alcohólicas y se detenían delante de
los invitados para que éstos se surtieran de dichas bebidas o tabaco.
Mientras
que los coches eran en su mayor parte algo decorativo para los príncipes, los
caballos eran una cosa muy seria.
En
su libro De mar a mar, Rudyard Kipling
ofrece una descripción detallada de los establos y caballerizas de Jodhpur en
1887, donde explica que el maharajá poseía cerca de 1.200 caballos de todas las
castas.
En
vez de que les disparasen al final de su vida útil se les permitía morir por
causas naturales; se les envolvía en una sábana blanca repleta de flores y se
les llevaba al cementerio en el desierto.
A
los jóvenes príncipes ya desde los tres años se les enseñaba a montar y
posteriormente a jugar a polo. A Karan Singh de Cachemira, por ejemplo, su
padre Hari Singh, un entusiasta del polo
y un fanático de las carreras de caballos, le obligaba a montar todos los días.
Sufrió diversas caídas y una vez estuvo aterrorizado cuando su caballo se
desbocó en el campo de polo de Jammu. Consiguió aferrarse al animal hasta que
éste se agotó y finalmente se detuvo.
Más
adelante, al final de su adolescencia, cuando su familia se trasladó a Bombay
después de la Independencia, su padre dio rienda suelta a su pasión por las
carreras, compitiendo como poco con dos caballos por semana y a menudo con
cuatro. Parecía como si toda la semana fuese una preparación para este
acontecimiento. “Sin duda, mi padre era
mucho más feliz con las carreras que administrando el estado” -llegó a
admitir su hijo-
Por
lo que hace referencia a las cacerías, uno de los entretenimientos preferidos
de los príncipes rajputs, existen
muchas y curiosas anécdotas.
Entre las grandes cacerías, aún se recuerda la
famosa del maharajá de Bharatpur. Se lograron 4.482 piezas en sólo unas horas
en la cacería en honor del Virrey Lord Hardinge. 1.700 piezas las obtuvo un
solo invitado.
Durante
el siglo XX las cacerías de los príncipes se convirtieron en un acontecimiento
mucho más fomentado que antes, intensificado por las visitas de los virreyes
británicos, gobernadores y otros oficiales e incluso dos príncipes de Gales (en
1905 y en 1922) decidieron cazar algunos tigres.
Un solo príncipe llegó a cazar en su vida 700
tigres.
El maharajá de Bikaner quemó once mil cartuchos en
apenas unas horas, apretando el gatillo de las famosas Purdey.
Para
hacer la estancia de sus invitados más agradable en la jungla, los príncipes se
instalaban en tiendas alfombradas, con champán, etc. Los elefantes eran el
medio de transporte favorito, pero si el terreno lo permitía se utilizaba una
furgoneta (que en Bharatpur era un Rolls Royce reconvertido).
El maharajá
de Gwalior era uno de los más devotos cazadores de tigres. Hacia 1965 había
cazado unos 1.400.
Por
su parte, el maharajá de Cooch Behar, un estado selvático, dio caza a 365
tigres, 438 búfalos, 207 rinocerontes y 311 leopardos. Incluso su hermana, la
delicada Gayatri Devi cazó 27 tigres antes de convertirse en miembro de
protección de la naturaleza.
La
idea y organización de esta partida de caza vino del ingenio del formidable maharajá
Ganga Singh de Bikaner que, por otra parte, sacó un considerable beneficio de
ello ya que en los descansos entre los disparos podía llevar a cabo negocios
con virreyes y otros oficiales. Siempre les daba los mejores puestos de
observación, desde luego, y les aseguraba una buena caza independientemente de
los aciertos de su puntería. Tal
precaución era innecesaria en el caso de Lord Linlithgow, un gran
tirador que solía visitar Gajner por lo menos dos veces al año (desafiando el protocolo que decía que un
estado debería visitarse anualmente tan solo una vez) o Lord Mountbatten, que
cazó 50 lagópodos en una mañana. Aunque no era fácil acertar, la caza que solía
hacerse en una mañana era alrededor de unas mil aves.
El nawab musulmán
de Junagadh (al norte de Bombay) tenía pasión por los perros. Sus animales
favoritos vivían en habitaciones donde eran servidos por criados. En cierta
ocasión celebró la boda entre dos de sus perros y a las fiestas invitó a todos
los príncipes y dignatarios de la India. El desfile iba precedido por lanceros,
elefantes y más de ciento cincuenta mil personas presenciaron el cortejo
nupcial. Después, la pareja de perros se recluyó en sus habitaciones para que
pudieran consumar su unión.
Sabido es que un maharajá llegó a gastar la suma de
90.000 dólares en la boda de su perra favorita.
MUJERES
Las mujeres constituían, sin duda alguna, una de las
mayores preferencias y caprichos de los príncipes rajput.
El maharajá Bhupinder Singh de Patiala, por citar un
ejemplo, con un peso que no estaba por debajo de los 130 kilos, aseguran que siempre
trataba de mantener satisfechas sexualmente a sus 350 mujeres y concubinas. Sus
esfuerzos precipitaron el fin de su vida, aunque quienes le rodeaban aseguraron
que murió feliz.
Algo similar le sucedió al príncipe de Bhilwara, excelente
jugador de polo y críquet, gran jinete y no menos brillante cazador de tigres,
quien se desplazaba con cierta frecuencia a Europa y alquilaba suites enteras para recibir a sus amigos
e invitados. Los mejores hoteles de Londres y París sabían de sus orgías en las
que rociaba a las mujeres desnudas con champagne.
Del príncipe de Bharatpur, con más de 200 mujeres e
hijos de la mayoría de ellas, se contaba que en muchas ocasiones sus fiestas
terminaban con todos los invitados jugando al escondite por los pasillos y
salones de su palacio.
El maharajá de Idar, que en su turbante llevaba
siempre un medallón de oro con zafiros incrustados y una imagen de la Reina
Victoria, gustaba de reunir en sus habitaciones privadas a un buen número de
jóvenes desnudas con las que satisfacía sus más recónditas e inimaginables
perversiones sexuales y después las vestía con saris de la mejor seda,
adornándolas con brillantes y piedras preciosas.
Acostumbrados a la pompa y todo aquello que
desbordara fastuosidad, los maharajás sólo eran visibles para sus súbditos en
muy determinadas ocasiones. Sus ceremonias de boda solían durar varias semanas
y en ellas resplandecían como auténticos dioses a los que se veneraba.
En un hotel de Londres, a diario se utilizaban más de
3.000 rosas para decorar las estancias que ocupaban.
Relatos que pueden parecer de ficción pero que eran
una auténtica realidad. Unos reyes, unos dioses con gran capacidad para
sorprender, permanentemente instalados en la época rajput, pero que sabían de política y defendían sus derechos en
pleno siglo XX frente a una sociedad como la india en transformación evidente.
Hombres poderosos cuyos antepasados lucharon contra los mogoles y que a su vez,
con frecuencia estaban en Delhi, dialogaban en el Parlamento y firmaban
tratados con el gobierno británico.
Hablaban de cacerías de tigres, gozaban de placeres
infinitos con sus mujeres, paseaban en lujosos elefantes o camellos, y también
se hacían llevar en grandes palanquines a hombros de una legión de sirvientes,
pero no desdeñaban la confortabilidad de los vehículos a motor… Protagonistas
de un mar de contradicciones, gentes con una indescriptible aureola de poder
que vivían el presente pero sin renunciar a su no menos fastuoso pasado. No
eran capaces de cambiar la historia, la historia eran ellos.
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