M A D A G A S C A R



UN PAÍS POR DESCUBRIR
 
Al oeste del océano Índico, entre África y Asia, se encuentra esta gran isla (la cuarta mayor del mundo) que en realidad no pertenece a ninguno de los dos continentes, sino que morfológicamente representa un mundo aparte, con un pasado en el que la evolución muestra todos sus caprichos. Son muchos los que aseguran que se trata de los restos de un continente perdido que desapareció bajo las aguas.
Descrita por viajeros y navegantes e incluso cantada por los poetas, ha sido llamada la “isla roja” por el particular color de su suelo que alcanza, incluso, al agua de sus ríos. Sin embargo, Madagascar llama la atención por su originalidad, tanto en el paisaje como en los habitantes. Y a pesar de ello, la unidad cultural es una realidad desde hace ya mucho tiempo. El caso es que dejaron pocas huellas las culturas que, desde la llegada de los navegantes procedentes del suroeste asiático, se entrecruzaron aquí en el curso de unos veinte siglos, fusionándose costumbres y tradiciones. Un ejemplo de ello es el lenguaje de los antepasados, que se ha conservado a pesar de la variedad de dialectos. El malgache piensa con optimismo en el futuro, sin perder de vista el pasado; rinde culto a sus antepasados para asegurar en cierto modo la existencia de la familia después de la muerte.

UNA IMAGEN DE LA PREHISTORIA
Sin pecar de presunción se puede afirmar que Madagascar es el ombligo del mundo. Su historia es muy antigua y no conocida del todo. Data de los tiempos remotos en los que el país de Gondwana se separó de África, siempre que se acepte la teoría del desplazamiento de continentes. Los cinco continentes se separaron uno de otro y Madagascar quedó situada a 390 kilómetros de la costa oriental africana y a diez mil kilómetros de Europa, en el océano Índico. Su fauna se ha mantenido inalterada, lo cierto es que no existen los grandes mamíferos como en África, solamente pro-simios, antecesores de los monos. La flora se concentra en un fantástico herbario. La tierra deja de gorgotear y se solidifica. Madagascar se convierte en una auténtica imagen de la Prehistoria.
El naturalista Commerson del siglo XVIII, a quien esta isla fascinó como ninguna otra, expresó su entusiasmo con estas palabras: “!Madagascar que país tan maravilloso! No merece únicamente la visita de un solo investigador, sino de institutos enteros. Aquí puedo anunciar que se encuentra la auténtica tierra de promisión. Parece como si la naturaleza se hubiese retirado a este lugar para crear especies diferentes a las desarrolladas en otras partes del mundo; aquí uno se encuentra a cada paso con las formas más extraordinarias y más maravillosas que se pueda imaginar”.
La colonización de esta “isla roja” (por estar cubierta de laterita, dura como el ladrillo) contraviene también las leyes de la evolución. África está muy cercana, no obstante los primeros pobladores procedían en su mayoría de Malasia e Indonesia; en la parte central de la isla se formaron las tribus de merina y betsileo. La influencia árabe se ha hecho notar en algunas zonas costeras y ha traído consigo las tribus de antaimoro, tsimihety y sakalava. La aportación africana adquirió mayor importancia en la costa meridional con las tribus antandroy, bara y vezo.

UN LABERINTO ÉTNICO
En Madagascar existen unos dieciocho grupos étnicos distintos y no es fácil reconstruir el origen exacto de los mismos, en medio de este rompecabezas humano. La lengua malgache, una de las pruebas más confiables de la unidad del país, ha recibido influencia tanto de los malayos e indonesios, en el este, como también de los árabes, en el norte, y de los africanos en el oeste.
Cuando llegaron los ingleses y franceses, enriquecieron por su parte esta lengua de clara estructura, pero muy difícil.
Madagascar tuvo su primer contacto con Europa a fines del siglo XVI, al desembarcar en ella algunos navegantes europeos. Situada en la ruta de la India, esta isla tenía importancia estratégica para las potencias colonialistas de aquel tiempo, a la vez que era un lugar ideal para abastecer a los barcos de agua potable y víveres. Por lo general, los malgaches siempre recibían bien a los forasteros, a menos que éstos llegasen con intención de “apaciguar” o “liberar” el país. En este caso, la natural tranquilidad de los nativos adquiría un carácter lógicamente agresivo.
El caso es que esta gran isla ya había sido conquistada por sus propios habitantes y estaba dominada por gran número de tribus y pequeños reinos. Esta edad media duró hasta fines del siglo XVIII, cuando la organización política del país pasó a manos del grupo étnico más importante, en la altiplanicie de la isla. Hasta que en 1896 llegaron los franceses para traer su “paz”. Madagascar, que siempre había guiado su propio destino sin influencias extranjeras, se vio absorbida por el colonialismo que representó un gran descubrimiento, tanto para los recién llegados como para los oriundos. Se introdujo el ferrocarril, se construyeron carreteras y se establecieron líneas aéreas. Llegó el progreso y éste fue difícil de asumir para los malgaches, quienes nunca sacaron provecho de sus riquezas durante más de medio siglo y hasta que llegó su independencia en 1960.

UN TURISMO MUY SELECTO
Madagascar no es un país marcadamente turístico, lo cierto es que sigue sin experimentar el espectacular desarrollo de otras islas. Sin embargo, ello no se ha debido a negligencia alguna por parte de sus autoridades, sino que es el resultado de la elección, a saber, entre un turismo asolador cuyas hordas invaden totalmente playas intactas y otro selecto que respeta el medio ambiente, el país y su población se ha decidido por lo último, asegurándose así su futuro en ese sector.
Es imposible ir a Madagascar y tratar de comprenderla sin analizar a fondo la filosofía de su población. Más que en otro lugar, la comprensión por este país comienza a sentirse sólo después del indispensable acercamiento a su mentalidad, que no es ni africana ni asiática. Este pueblo desarraigado, totalmente separado de sus orígenes antes de haber podido encontrar otros nuevos, ha decidido dedicar sus esfuerzos en pro de la comunidad. La necesidad del contacto humano, en una fokolona como dicen ellos, de vivir juntos, se considera el más seguro baluarte de la individualidad. En Madagascar, las paradojas están a la orden del día, y cuando el malgache, a despecho de su categoría social, está a gusto dentro de una comunidad es porque allí puede mantener mejor su propia personalidad y puede vivir en permanente conformidad con sus profundos anhelos. En la vida cotidiana, ello conduce a una sorprendente espontaneidad y a un comportamiento constantemente ilógico. Esto desconcierta al europeo. Como el tiempo no domina al ser humano, según ellos, pues la vida está considerada solamente una estancia temporal y continúa después de la muerte, la carrera de desarrollo y expansión se acomoda al ritmo de la vida.
Madagascar no es ningún país que se pueda recorrer con prisas. El viajero quisiera quedarse allí el tiempo necesario para descubrir todas sus bellezas. La gran extensión de la isla (unos 1.500 kilómetros de norte a sur), la sorprendente originalidad y belleza de sus paisajes, la tradicional hospitalidad y amabilidad de sus habitantes invitan a efectuar con mayor frecuencia viajes al interior del país. Las verdes cumbres de la altiplanicie, cuyos valles están cubiertos por el manto ajedrezado de los arrozales forman un contraste con las paradisíacas costas, las largas playas solitarias y bordeadas de palmeras de Nossi Bé, en el noroeste, o de Sainte Marie, en la costa oriental. Y a continuación, en el sur, después de haber recorrido el paisaje aglomerado del cañón de Isalo, se descubre de repente una nueva imagen: los agrestes acantilados bañados por aguas relativamente frías, en el sudeste y junto a Fort Dauphin. Ante esta naturaleza que no sólo regala al ser humano toda clase de frutas tropicales y verduras, sino que también ofrece todos los productos propios de la tierra europea, no se puede por menos que sentirse soñador y admirarla profundamente. Allí se cultivan la piña tropical, melocotones, uvas y mangos. La mandioca crece al lado de las coles; la soja, al lado de las alcachofas. Desde hace poco tiempo, incluso crece el trigo en los arrozales…

UN PAÍS QUE SORPRENDE
Visitar Madagascar exige mucho tiempo dado que ofrece paisajes muy variados: semidesértico al sur, vegetación exuberante en el este, playas de arenas blancas y arrecifes coralinos al oeste, y arrozales en terrazas sobre las mesetas del centro. Sin embargo, la mayor isla del océano Índico es todavía la menos visitada a causa de la debilidad de su infraestructura hotelera.
Como sus minúsculas vecinas -la isla Reunión, Mauricio o las Seychelles- Madagascar ofrece sol, arena y mar, pero, sobre todo, permite descubrir pueblos y paisajes asombrosos sobre una tierra inmensa. Se puede realizar un viaje primitivo, pero enriquecedor por esta isla en la que existen algunas especies de flora y de fauna que ya no se encuentran en ninguna parte del mundo. El color rojizo que caracteriza al suelo malgache y justifica el nombre de “isla roja”, se encuentra hasta en el agua de sus ríos. Al mismo tiempo, la costa es verde, de una vegetación a veces impenetrable porque las altas mesetas forman una pared contra la que se estrellan las nubes arrastradas por los vientos alisios.
Las altas mesetas, por su altitud media de un millar de metros, tienen todo el año un clima templado, y durante el invierno, es decir, en junio, llega a hacer algo de frío. En general, de noviembre a abril es la temporada de lluvias, con intenso calor. De mayo a octubre es la estación seca.
En la parte alta de Antananarivo, la capital sobre la colina de Analamanga (el bosque azul) resulta interesante visitar el palacio de la reina. Ranavalona I hizo construir bajo la dirección del francés Jean Laborde este palacio enteramente de madera y sostenido por un  tronco. Desde el palacio, paseando por las callejuelas de casas de teja roja se desciende hacia el Zoma y la plaza de la Independencia. El Zoma es uno de los mercados al aire libre más grandes del mundo. Tiene lugar todos los días, aunque sólo los viernes se extiende a todo el centro de la ciudad. En él los precios no son fijos y resulta indispensable regatear. Este ritual forma parte de la compra y después de una conversación el precio final se queda, más o menos, en las tres cuartas partes de su precio inicial.
En el mercado también se puede encontrar una artesanía muy rica: cestería, tejidos, objetos de cuerno de cebú, pieles de cebú, figuras de madera, piedras preciosas o semipreciosas, maravillosas conchas, etc. A decir verdad, la capital desdeña los convencionales monumentos turísticos.
Las altas mesetas entre Antananarivo y Fianarantsoa, con 300 kilómetros de carretera asfaltada, están constituidas por una sucesión de arrozales inundados, que aprovechan las colinas transformándolas en terrazas. A varios días de marcha desde la carretera nacional viven los zafimaniry. Sus casas de madera pegadas a las pendientes de las montañas, forman aldeas de formas geométricas. Pueblo de escultores, los zafimaniry transforman los árboles en figuras o en muebles de palisandro, ébano o palo de rosa.
Después de Ambalavo, la carretera se bifurca hacia el oeste hasta Tulear, atravesando el Isalo, una colosal fortaleza natural modelada por los vientos que constituye un espectáculo fantástico de la naturaleza.
El mar en Madagascar es, sobre todo, el de la costa oeste, como Tulear y sus alrededores. Al lado de Tulear existe un conjunto de bungalows construidos según las normas arquitectónicas de los pescadores y equipados con todas las comodidades.
El sur semidesértico, sembrado de baobabs y espinos gigantes, es el territorio de los mahafaly, escultores de madera, así como de los antandroy, pueblo de pastores. En Fort Dauphin se puede conseguir coche y el material de vivac necesario. En este lugar se encuentra la inmensa playa de Libanona y también es posible pescar.
La costa oriental, sobre todo la región de Tamatave y de Fenerive es un lugar de veraneo para los malgaches. El viaje desde la capital a Tamatave por carretera durante la estación seca o bien en tren, es todo un acontecimiento. A pesar de sus bellas playas bañadas por el océano Índico, el baño está muy a menudo prohibido a causa de de los tiburones, que no tienen aquí ningún arrecife coralino para alimentarse.
La pequeña isla de Santa Maria, al nordeste de Fenerive, merece una visita durante los meses secos de septiembre y octubre. Rodeadas de corales, sus playas son seguras y en ellas se han conservado vivas las huellas del paso de los piratas y de la Compañía de las Indias.
La costa noroeste, entre Analava y Diego Suárez, y sobre todo la isla de Nossi Bé, ofrece las mejores posibilidades de alojamiento.
La cocina malgache es simple, a base de arroz y verduras y con salsas pimentadas. El plato tradicional es el romazava, un excelente guiso de carne de cebú. Aunque los restaurantes, por lo general, han adoptado las normas culinarias francesas, se pueden encontrar igualmente diversos tipos de cocina oriental.
Madagascar siempre sorprende al visitante y está habitado por un pueblo procedente del mar e instruido por él; gente amable, hábil y voluble, siempre deseosa de mantener su libertad, fuertemente vinculada a su tierra, pero que jamás se encierra en sí misma. Se trata, sin duda, de un país por descubrir.
                                                                                                                                                                

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