LA CIUDAD DE SHIVA
El mundo, tal y
como lo conocemos hoy, no es ni sólido ni real, sólo una ilusión. El universo
fluye constantemente entre muchos niveles de realidad y la misión de quien
pretende llegar a la perfección espiritual, es encontrar el moksha, la definitiva liberación de los
lazos del tiempo y el espacio.
A la inversa de
lo que sucede en el mundo occidental, para los hinduistas ciencia y religión no
están opuestas en lo esencial, sino que forman parte de la misma búsqueda de la
verdad.
Muy cerca de la
capital nepalí de Kathmandú se encuentra Pashupatinath y en ella el templo de
Shiva es uno de los más sagrados del hinduismo. Un lugar cuyo ambiente rezuma
un profundo misticismo que jamás deja indiferente a quien lo vive.
Los alrededor de
veinte millones de habitantes que tiene Nepal pertenecen a diferentes grupos
étnicos que están repartidos por todo el territorio, desde los sherpas que ocupan las zonas próximas al
Himalaya, a los limbu, gurung, magar, takhali o tamang, que se extienden por el centro del país, sin olvidar a los mewar del valle de Kathmandú y los tharu en el sur, en el Terai, tierra de
exuberante jungla refugio de tigres y rinocerontes. Hablan 36 idiomas diferentes,
aparte de infinidad de dialectos.
Este mundo tan
heterogéneo queda reflejado en las distintas religiones a las que son adeptos
los nepaleses, dando todos ellos una perfecta y ejemplar muestra de
convivencia. De alguna forma, el hinduismo, la doctrina mayoritaria, junto con
el budismo y el islamismo e incluso los animistas, le confieren al país una
dimensión espiritual muy singular.
Durante siglos,
Nepal fue una tierra desconocida sobre la que, con frecuencia, se generaban
mitos y leyendas. Sobre este reino que se extiende a los mismos pies de las
cumbres del Himalaya, algunos decían que existían increíbles paraísos
espirituales, exóticos lugares prohibidos a los occidentales, quien sabe si el
ansiado y mítico reino de Shangri La.
Sin embargo, a partir de 1953, la conquista del Everest a cargo del nepalés
Tenzing Norgay y el neozelandés Edmund Hillary, trajo consigo una mayor
información sobre este país que hasta entonces había vivido completamente
aislado.
Algunos
aventureros fueron adentrándose en el denominado “techo del mundo” y más tarde,
ya en la década de los sesenta, los que se alzaron como abanderados de una
peculiar búsqueda de nuevos valores, los hippies,
descubrieron, por decirlo de alguna forma, un lugar hasta entonces ignorado
donde los nativos irradiaban paz y felicidad interior, un bien cada vez más
escaso en un Occidente en franca decadencia.
Ciudades como Kathmandú,
Patan, Bhaktapur o Pokhara fueron adquiriendo cierta relevancia y los viajeros
y alpinistas hicieron el resto. En los últimos años, Nepal se ha convertido en
un objetivo turístico, pero sus habitantes lejos de contagiarse del modernismo
procedente del exterior, han sabido preservar sus costumbres y ritos más
ancestrales. Ignoran al mundo exterior y eso les convierte en más singulares y
atractivos para quienes se aproximan a sus remotas aldeas e invaden su
intimidad.
Situado en uno de
los lugares más maravillosos de la tierra, entre la India y el Tíbet, al amparo
de las grandes cumbres nevadas que marcan sus fronteras geográficas, Nepal
posee la gran riqueza de seguir conservando su milenaria cultura, la cual tuvo
y sigue teniendo en sus religiones la auténtica razón de ser para asombro de
quienes pertenecientes a otras civilizaciones por completo de distintas,
observan su forma de vida, igual a como se desarrollaba hace infinidad de
siglos.
EL VALLE DE KATHMANDÚ
Quien llega hasta la capital y se asoma a su realidad, la cual parece
seguir anclada en la lejanía de los siglos, puede contemplar todas las
edificaciones que abarrotan los barrios más antiguos de la ciudad y de tal modo
asistir asombrado a un espectáculo inverosímil. Una auténtica explosión de
colores, líneas y estructuras capaces de excitar al visitante.
Una sinfonía recargada de extraña religiosidad y que a la vez revela un
pasado en verdad enigmático. Deambular sin prisa por la vieja Kathmandú es
tanto como dejarse llevar a través de un mundo mágico y atractivo para
confundirse entre ancianos leyendo escrituras budistas, sanadores del cuerpo
capaces de atender a sus enfermos en plena calle, animadores, bailarines,
vendedores de todo, desde exóticas verduras o frutas hasta pañuelos de seda
china o flautas de bambú. Gentes musitando oraciones o participando en
insólitas ceremonias, lanzando arroz o pétalos de flores a las estatuillas que
representan a sus dioses, haciendo sonar campanillas o simplemente cantando
acompañados de los más rudimentarios instrumentos, mujeres hilando en viejas
ruecas, santones, mendigos, contadores de historias y hombres cargados con las
más dispares mercancías. Todo eso y mucho más puede observarse a través de las
abigarradas callejuelas de esta incomparable ciudad y siempre con la sonrisa en
los labios como expresión permanente de unas gentes de aspecto sosegado y que
resultan encantadoras para cualquiera que se asoma a este rincón apasionante.
La capital es una
ciudad tan fascinante como atractiva, y atrapa al viajero a través de los cinco
sentidos. Una ciudad inigualable que nunca se termina de descubrir.
En un extremo de Kathmandú, la estupa budista de Bodnath es la mayor de
todo el valle, y su aspecto multicolor y de superiores dimensiones a la de
Swayambhunath, le confieren un aspecto en verdad impresionante.
Patan y Bhaktapur son otras dos ciudades importantes que, como
Kathmandú, muestran con amplia generosidad su arte milenario, todo un prodigio
creado por los emperadores que adoraron a sus divinidades hasta más allá del
límite del entendimiento.
A ORILLAS DEL RÍO BAGMATI
Pashupatinath es
a Nepal lo que Benarés a la
India. Es más un centro de peregrinaje que no una ciudad
propiamente dicha.
A diario, ríos de
gentes acuden al templo de Shiva,
fieles procedentes de los rincones más remotos de la India y del resto de Asia.
Aunque el acceso
al templo está absolutamente vedado a los no hinduistas, desde el exterior
puede observarse el gran lingam
(símbolo fálico del dios Shiva), una
escultura de Nandi, el toro sobre el
que cabalga la deidad y otra más pequeña de Hanuman,
el dios mono.
Este dorado templo
de Shiva fue erigido en 1696, aunque
su importancia muy probablemente se remonta a siglos anteriores.
La parte
posterior del mismo linda con el río Bagmati, sagrado por ser afluente del
Ganges. En las escalinatas o ghats
adyacentes al templo, a diario tienen lugar las abluciones rituales de millares
de fieles que buscan alcanzar su purificación y donde se realizan las
cremaciones de cadáveres. Una ceremonia, sin duda, sobrecogedora a los ojos
occidentales.
Cuando llega una
comitiva funeraria, los familiares dan las vueltas rituales alrededor del cadáver
envuelto en un sudario y repleto de flores. Finalmente lo depositan en la pira
mientras rezan plegarias. Acto seguido se esparce polvo rojo de arcilla y
pétalos de flores, distribuyendo aceites por todo el cuerpo para facilitar su
combustión.
El familiar más
allegado prende fuego al cadáver, iniciando el rito por el rostro dado que es
donde se considera que reside el espíritu y después da las vueltas preceptivas
alrededor del mismo. Surgen las primeras llamas. El alma abandona el cuerpo.
La ceremonia
puede durar varias horas. Los familiares, entretanto, contemplan como el fuego
purificador devora el cadáver.
Sólo los
brahmanes, santones, niños recién nacidos y leprosos, son considerados puros y
pueden ser arrojados al río sin efectuarse la cremación.
A medida que se
extiende el humo blanquecino, el olor a carne quemada se hace patente, sonando a
la vez las plegarias de los sacerdotes y el resto de los allí presentes. El
ambiente se va impregnando de un extraño misticismo.
No resulta nada
difícil presenciar desde la orilla opuesta del río cualquiera de estas
ceremonias. Sin embargo, para cualquier occidental supone un fuerte impacto
emocional, algo realmente indescriptible.
Shiva, omnipresente en toda la ciudad, es el gran dios creador
y destructor al mismo tiempo, el principio y el fin de todas las cosas, amén de
estar considerado como uno de los más importantes del panteón hindú junto a Brahma y Vishnú. Se le representa de muchas formas pero en Pashupatinath
básicamente es venerado como lingam,
mostrando así su aspecto más benévolo como heredero de la creencia original
védica en la fertilidad.
UNA CIUDAD ENVUELTA EN MISTERIO
Los alrededores
del templo dedicado a Shiva, sin
lugar a ningún género de dudas, despiertan en el visitante estímulos y
sensaciones que rebasan con creces los límites de la fascinación.
Deambular sin
prisa por sus callejuelas supone una auténtica explosión para los sentidos, un
ambiente capaz de excitar cualquier sensibilidad. Hay que dejarse llevar a
través de un mundo que resulta misterioso, abrumador y posiblemente incomprensible,
palpando a cada paso una atmósfera que rezuma profundo ascetismo y religiosidad.
Quien llega a
Pashupati y se asoma a su realidad, la cual parece seguir anclada en la lejanía
del tiempo, puede contemplar asombrado un espectáculo inverosímil, una amalgama
de colores, ruidos y olores capaces de aturdir. Hay que desechar cualquier
imagen preconcebida y estar dispuesto a experimentar fuertes impactos a cada
instante.
Las calles que
confluyen en el templo de Shiva son
un hervidero de gentes, están abarrotadas de viejos buhoneros que venden
absolutamente de todo, anillos, ajorcas, flores, collares, espejos, pañuelos de
seda… Sin olvidar legiones de ancianos, lisiados, enfermos, niños, mendigos por
todas partes, contadores de historias y hombres que deambulan cargados con las
más dispares mercancías.
Los shadus o santones invaden todos los
rincones de Pashupatinath. Normalmente pertenecen a la casta brahmánica y son
ascetas que viven como mendigos ambulantes, dependiendo de la generosidad de
los devotos para la comida y el alojamiento en pequeños grupos a las afueras de
la ciudad. Se untan el cuerpo con ceniza, enmarañándose el cabello que nunca
lavan ni cortan y pasan la jornada recogidos en meditación, musitando oraciones
o bien realizando ritos simbólicos, la mayoría de las veces inmersos en un
estado de cierta confusión provocado por las sustancias alucinógenas que muchos
de ellos consumen.
Las doctrinas del
alma no son fácilmente comprensibles y exigen una gran fuerza emocional.
La muerte real no
existe, es apenas el sueño que precede al samsara,
el ciclo de las reencarnaciones. El cuerpo desaparece tras ser quemado, el alma
vuelve a otro cuerpo mientras la conciencia duerme.
Según el Bhagavad Gita, libro sagrado del
hinduismo, la muerte es una ilusión causada por la ignorancia de la
inmortalidad del alma.
La vida después
de la vida.
Vivir el ambiente
de Pashupatinath, en Nepal, aproximarse a sus gentes, contemplar
sus rostros, mirarse en sus ojos y convivir con ellos a través de una ciudad
que más que un territorio geográfico es un estado anímico, es algo que siempre
ha excitado la imaginación occidental.
(Ver
interesante colección gráfica de este reportaje en GALERIA DE FOTOS)