MEDINA AZAHARA



EL SUEÑO DE ABDERRAMÁN III

Para hablar de lo que fue esta joya arquitectónica que deslumbró al mundo en el siglo X, hay que remontarse al Emirato Omeya, cuyos emires gobernaron en Al-Andalus y lo convirtieron en el país más adelantado de Occidente.
Fue Abd al-Rahman III (Abderramán III) quien consumió la ruptura con Oriente, proclamándose Califa en el año 929, ya que de todas maneras la umma (comunidad de creyentes del Islam) había quedado escindida por la creación, en Túnez, del califato chií de los fatimíes. Se proclamó Califa basándose en distintos argumentos que dieron solidez a su decisión. Por un lado la familia era procedente de la tribu Quraysh, a la que pertenecía Mahoma y había frenado los intentos de los cristianos del norte de reconquistar Al-Andalus. Con ello, los Omeyas consolidaron su posición de poder y al mismo tiempo la posición del país en el exterior.
Tras la ocupación de Melilla en el año 927, los omeyas controlaron el triángulo formado por Argelia, Sivilmasa (ciudad bereber del norte de África) y el océano Atlántico. El poder del califato se extendía, asimismo, hacia el norte y en el año 950 el Sacro Imperio Romano-Germánico llegó a intercambiar embajadores con Córdoba. En el norte de la península Ibérica, los pequeños reinos cristianos llegaron a pagar tributos al califato, soportando toda clase de imposiciones a cambio de la paz.
Esta fue la etapa política de mayor esplendor de la presencia islámica en la península Ibérica y Abd al-Rahman III el principal protagonista.

EL GRAN CALIFA OMEYA
Abderramán III nació en la antigua Qurduba (Códoba) el 7 de enero del 891 y murió en Madinat al-Zahra (Medina Azahara) el 15 de octubre del 961.
El Califa no sólo hizo de Córdoba el centro neurálgico de un nuevo imperio musulmán en Occidente, sino que la convirtió en la principal ciudad de la Europa Occidental, rivalizando con Bagdad y Constantinopla, las capitales del Califato Abasí y el Imperio Bizantino, respectivamente, en poder, prestigio, esplendor y cultura. Según fuentes árabes, bajo su gobierno la ciudad llegó a tener alrededor de 200.000 habitantes, lo que la convirtió en la ciudad más poblada de toda Europa, quienes a su vez disponían de 1.600 mezquitas, millares de tiendas e innumerables baños públicos.
Todos los cronistas de la época subrayaron sus cualidades y méritos, destacando su sagacidad, firmeza e intrepidez, su liberalidad y generosidad, unos extraordinarios conocimientos del derecho musulmán y en otras diferentes ramas del saber, además de ser un excelente poeta y elocuente orador.
Este gran Califa omeya fue también un gran impulsor de la cultura: dotó a Córdoba de cerca de setenta bibliotecas, fundó una universidad, una escuela de medicina y otra de traductores del griego y el hebreo. Hizo ampliar la mezquita de Córdoba, reconstruyendo su alminar, y ordenó construir Madinat al-Zahra, de la que hizo su residencia hasta su muerte.
Vivió setenta años, de los cuales reinó durante cincuenta, y condujo el emirato cordobés al esplendor califal. De él llegaron a decir los poetas de su tiempo que “Rehizo la unión del Estado, arrancando los velos de las tinieblas. El reino que destrozado estaba reparó, quedando firmes y seguras sus bases (…) Con su luz  amaneció el país. Corrupción y desorden acabaron tras un tiempo en que la hipocresía dominaba, tras imperar rebeldes y contumaces”. Bajo su mandato, Córdoba se convirtió en un verdadero faro de la civilización y la cultura.
Sin embargo, el Califa también adolecía de numerosos defectos. Apasionado por el lujo y la pompa, fue censurado en muchas ocasiones. También abusaba de la bebida y a veces le gustaba divertirse a costa de sus visires azuzando a unos contra otros, a quienes respondía con versos procaces. Las mismas fuentes árabes se hicieron eco de su crueldad, ya que podía ser sanguinario más allá de todo límite. Su brutalidad con las mujeres del harén fue notoria. Conquistó España ciudad por ciudad, exterminó a sus defensores y los humilló, destruyó sus castillos, impuso pesados tributos a los que dejó con vida y los abatió terriblemente por medio de implacables gobernadores hasta que todas las comarcas entraron en su obediencia y se le sometieron todos los rebeldes.
Dijeron de él que llegó a redactar una especie de diario en el que hacía constar los días felices y placenteros de su vida, marcando el día, mes y año. Pero en su larga vida tan sólo quedaron reflejados en ese diario catorce días felices.

MADINAT AL-ZAHRA
Hacia el oeste, a muy pocos kilómetros de Córdoba, al abrigo de las laderas de Sierra Morena y mirando al sur, desde donde se divisa el valle del Guadalquivir, Abd al-Rahman III, “el siervo del Misericordioso”, “el que combate victoriosamente por la religión de Dios”, levantó una ciudad cuyo nombre ha quedado en el recuerdo como signo fugaz del esplendor, el lujo y la belleza.
La fantasía popular y la imaginación de los poetas atribuyen su fundación al amor que sentía el Califa por Al-Zahra, una de sus favoritas. Retengamos la leyenda como metáfora siquiera de la dedicación y el fervor con que Abd al-Rahman III afrontó su colosal empresa. Pero es improbable que un plan tan riguroso y exhaustivo obedeciera sólo al gesto espontáneo de un enamorado. Aquel guerrero feroz e implacable, que había dedicado más de veinte años de su vida a pacificar Al-Andalus y asegurar sus fronteras combatiendo a los reyes cristianos; el hombre obsesivo, desconfiado y cruel, que no dudó en matar a su propio hijo Abd Allah, al sospechar que conspiraba contra su autoridad, concibió una ciudad que, surgiendo de la nada como la legendaria Bagdad, quedara para siempre en el devenir de los tiempos como expresión del poder y la gloria de Al-Andalus, pero también y sobre todo como testimonio de la ambición de un hombre al que cupo hacer realidad un sueño.
Para alcanzar su propósito, al que dedicaría los últimos veinticinco años de su vida, el Califa no reparó en esfuerzos ni gastos. Dispuso una extraordinaria fortuna, convocó a los mejores arquitectos, a los capataces y albañiles más experimentados, a los más hábiles artesanos… y un día de noviembre del año 936 comenzaron las obras, en las que trabajaron miles de hombres bajo su propia dirección y la atenta supervisión de su heredero, el futuro al-Hakam II, que las terminaría quince años después de la muerte de su padre.
Durante cuarenta años se talaron bosques, se acarrearon miles de sillares y columnas, y se hizo acopio de todo tipo de plantas y animales exóticos, de suntuosas alfombras, mármoles de las más variadas tonalidades, ébano y cristal, oro y piedras preciosas, así como toda clase de extraños artilugios, traídos desde los lugares más remotos y en cantidades tales que sólo su mención acerca la crónica a la más fantástica e hiperbólica leyenda.
De planta rectangular, escalonada en tres terrazas superpuestas en dirección descendente norte-sur, y fortificada con un doble recinto de murallas, la ciudad -a la que actualmente se accede por el lienzo norte de la muralla- fue creciendo de acuerdo con el modelo ideal de ciudad islámica, a la que se confirió singular fisonomía. Dominando y presidiendo el conjunto, el Alcázar Califal, dividido en dos amplios sectores separados por gruesos muros. En el sector occidental, se localiza la residencia del Califa, las estancias, los jardines y los patios privados, así como dependencias administrativas y de servicio. En el sector oriental, en el ámbito público del Alcázar, reconocemos la Casa Militar, cerca del lienzo oriental del Alcázar, donde se abren los cuatro arcos que se conservan de la Gran Puerta, que estaba formada por una espectacular batería de quince arcos y más de sesenta metros de longitud.
En la segunda terraza y definiendo el eje central del alcázar se levanta el Salón de Abd al-Rahman III o Salón Rico, probablemente la construcción más emblemática del conjunto. Este edificio de planta basilical es en sí mismo el testimonio más elocuente no sólo de una concepción constructiva, sino también y sobre todo del alto valor simbólico que el Califa le imprimió a su obra. Aquí era donde recibía a los embajadores y dignatarios de los más diversos reinos de Oriente y Occidente, abrumándolos con la pompa y el boato del protocolo califal, y deslumbrándolos con el lujo y la magnificencia de la corte omeya.
Frente al pórtico del Salón Rico, hacia el sur, se extiende el Jardín Alto, cerrado por una muralla en tres de sus lados, salvo en el norte; al oeste, el Jardín Bajo; y al este, la Mezquita Aljama que, como es natural, respondía al modelo canónico: patio, sala de oración con cinco naves paralelas entre sí y perpendiculares a la Quibla, y alminar. Hacia el sur, y separada del conjunto que delimita el Jardín Alto estaría la medina de la que apenas se sabe nada en la actualidad.
Impaciente por tomar posesión de su nueva ciudad, Abd al-Rahman III se instaló en el alcázar pocos años después de que comenzaran las obras. Medina Azahara se convirtió enseguida en el centro de gravedad no sólo de la vida política, económica y militar de Al-Andalus, sino también de toda la actividad artística y cultural de la corte omeya. Y es que, la asombrosa belleza de sus columnas, mosaicos y celosías, estaba impregnada de toda la espiritualidad que habían encerrado sus muros a través de los siglos. Sólo la más exquisita sensibilidad pudo crear tal cúmulo de hermosura y sólo el alma humana, una vez sumergida en el bosque sagrado de su interior, pudo conocer el misterio que encerraba, la increíble beldad que transitaba, como una brisa sosegada, por entre las columnas que sostenían esta valiosísima joya que representaba el más alto esplendor de Al-Andalus.
Pero aquel esplendor, aquella suntuosidad arquitectónica, su extraordinaria riqueza ornamental, se vendrían abajo setenta años después de que Abd al-Rahman III levantara los primeros muros. La muerte de al-Hakam II, primero; el desafecto de Al Mansur (Almanzor), que no dudó en emular al primer califa fundando Madinat al-Zahira después, y definitivamente la guerra civil que acabaría con el Califato, así como los saqueos, enfrentamientos e incendios derribaron para siempre aquel sueño, destrozando la ciudad más bella de Occidente.
Lo que hoy se contempla no es sino un yacimiento arqueológico, los signos irreparables de la destrucción y el expolio sistemático de que fue objeto la ciudad de las blancas murallas a principios del siglo XI. Los siglos transcurridos desde entonces han ido añadiéndole a estas ruinas una pátina de sombras que con el tiempo confunde la memoria. Convencidos tal vez, como Ricardo Molina, de que Medina Azahara “vive en fiel estación de melancolía”, quienes se ocupan de su reconstrucción han empeñado su esfuerzo y su imaginación en rescatar aquel sueño del olvido.

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