EL DELIRIO
DE RAMSÉS
Egipto,
tierra de misterios y legendaria fascinación, cuna de civilizaciones, enmudeció
en el atardecer de la XIXª
Dinastía quedando sumido en la más profunda oscuridad cuando el dios-sol
desapareció del horizonte, no sin antes reflejar sus últimos destellos sobre el
inmenso caudal del padre Nilo.
De
repente, el silencio quedó truncado por infinidad de clarines y cánticos que
retumbaron hasta el infinito, surgiendo de más allá de las tinieblas el
descendiente de Isis, quien ya fuera anunciado por los grandes sacerdotes en
piedras y papiros y del que se haría singular mención en el libro del Éxodo, la
reencarnación de los dioses de la inmortalidad y la sabiduría, la fecundidad y
el poder. Y Ramsés se convirtió en faraón.
Referirse
al Nilo es tanto como hacerlo sobre la fascinante historia del Egipto
milenario. Recorrer su cauce significa ir conociendo paso a paso a las gentes y
sus más ancestrales costumbres a través de innumerables generaciones, no en
balde se trata de un pueblo cuya existencia, según las escrituras, se remonta a
más de diez siglos antes de J.C.
Desde
las tierras altas de Kush, en el desierto de Nubia y próximo a los límites con
el Sudán, hasta su desembocadura en el Mediterráneo junto a la no menos mítica
Alejandría, serpentea a veces encauzado por montañas y desiertos y otras
expandiendo su enorme caudal.
Escenario
privilegiado que llegó a cautivar a guerreros y mendigos, dioses, esclavos y
faraones, el Nilo sigue siendo mudo testigo del desarrollo de este enigmático
país y de aquellos que fueron protagonistas de su atormentada historia. Desde
Zoser hasta el propio Alejandro Magno, pasando por Sestrosis, Keops, Amosis,
Kefrén, Amenofis o Tutankamnon… Una lista interminable de personajes
convertidos en semidioses, sabios poseedores de los más ocultos secretos y
misterios, reyes faraónicos capaces de poner en marcha auténticas legiones
humanas con el único fin de encumbrarse a sí mismos, de adorarse en vida y
levantar gigantescas obras esculpidas en piedra, las cuales aún perduran y son
admiradas hasta el éxtasis. Así nacieron Luxor, la antigua Tebas, Menfin,
Saquara, etc. como surgidas del más fabuloso sueño de grandiosidad a orillas
del Nilo.
EL MÁS EXCÉNTRICO DE LOS FARAONES
La
historia y mil leyendas sobre los enormes monumentos dispersos a lo largo y
ancho de esta tierra, siempre discurre paralela a lo que fue la vida y el
reinado de sus hombres más sobresalientes. Y si entre ellos los hubo
deslumbrantes, con toda seguridad Ramsés II consiguió empequeñecer a sus
antepasados.
El
más grandes de cuantos faraones tuvo la nación egipcia, el supremo egotista
como llegó a denominarlo el propio Isaac Asimos en sus escritos, fue un hombre
enamorado de sí mismo que alcanzó extremos increíbles de autoalabanza, hizo
esculpir sus gestas en templos y mausoleos, dejando a lo largo del Nilo
ostensibles y por otra parte magníficas muestras de su desmesurado
egocentrismo. En la actualidad, lo exagerado de las crónicas hacen incluso
dudar de su veracidad.
El
hijo de Sethi I, héroe de infinidad de batallas, el que según las narraciones
llegó a esclavizar a los primeros israelitas y se convirtió en auténtica
maldición para los hititas a quienes combatió sin tregua, reinó en Egipto más
que ningún otro faraón y fue protagonista de muchos relatos, a cual de ellos
más inverosímil. Quizá el más notorio y también el más conocido es aquel que
habla sobre su sorprendente victoria en Qadesh.
Según
parece, y la duda es obligada dado que la única versión de que se dispone es
precisamente la del propio Ramsés, los hititas que avanzaban hacia el norte con
un poderoso ejército, se encontraron con las huestes del faraón,
estableciéndose entre ellos una cruenta y despiadada lucha. Ramsés vio mermado
en gran cuantía sus efectivos y cuando peor cariz tenía el combate se encontró
sólo y por completo rodeado de enemigos. Fue entonces cuando, privado incluso
de su guardia personal, invocó a los dioses, clamó al cielo en demanda de
suprema ayuda y la Eneada o cumbre de
todas las divinidades, le escuchó. Desde Nun, el principio y orígen de todo,
hasta Atum-Ra, quien por masturbación creó a Shu y Tefnut, el hacedor de la
vida y la diosa-madre, de cuya unión nacieron Geb (la tierra) y Nut (el cielo)
y posteriormente Isis y Osiris, Seth y Neftis, la inmortalidad y el bien, la
esterilidad y el mal, la fertilidad adúltera y un sin fin de representaciones
más, todos acudieron en su auxilio.
Cayó
entonces el rayo poderoso que dotó a los brazos de Ramsés de una infinita
fuerza y así fue como arremetió en solitario contra sus rivales a quienes
terminó derrotando. Después, ante el asombro de sus propio ejércitos, éstos le
siguieron sin vacilar llegando a transformar lo que era una humillante derrota
en la más colosal de sus victorias.
La
fama de Ramsés el Grande corrió por doquier y todos los monumentos que se mandó
erigir rememoran al gran inmortal en sus hazañas, sus costumbres y ritos, así
como todo lo que constituyó su gran reinado.
UN GIGANTESCO LEGADO PARA LA HUMANIDAD
Al
margen de cuanto se conserva en el excepcional museo de El Cairo, el viajero
que llega a este singular país puede efectuar una auténtica ruta siguiendo
todos los vestigios que de su grandeza dejara Ramsés.
Surcando
las aguas del Nilo en dirección a Sudán y dejando atrás la gran esfinge y las
pirámides de Keops, Kefrén y Micerinos, sin olvidar la necrópolis de Saquara,
son las ruinas de Menfis, ciudad elogiada por los griegos y de suma importancia
en su tiempo (en ella se construyeron los carros destinados a la guerra,
posiblemente la industria principal), las que primero hablan de Ramsés, dado
que esta ciudad gozó de sus inmensos favores al enriquecer de forma muy
especial sus templos y lógicamente, donde se mandó construir colosales esculturas
que todavía hoy pueden contemplarse, mientras otras quedaron destruidas o
fueron objeto de expolio.
Para
conmemorar el viaje que Sethi I realizara a Abydos, se levantó un palacio de
gran belleza cuya construcción fue continuada por su hijo Ramsés, no obstante,
la obra estaba inacabada. Fue en Abydos precisamente donde Isis halló los
restos del cuerpo despedazado de Osiris, siendo tan inmenso su amor que logró
resucitarle. Se abrieron sus ojos y entonces el rayo divino hizo posible que
Isis concibiera un hijo, el dios Horus.
En
Luxor, -la Tebas
de las cien puertas- como Homero citaba en La Ilíada,
son constantes las manifestaciones que rememoran a Ramsés, desde el templo
calificado como el “harén meridional de Amón” que comunica con el de Karnak a
través de un largo paseo repleto de pequeñas esfinges y donde existen las
monumentales columnas en las que se hallan esculpidas las más relevantes
campañas militares del faraón.
Lo
que en verdad resulta lamentable es que muchas de las esculturas se hallen
mutiladas. El paso del tiempo, el expolio a que fue sometido Egipto por muchas
naciones y durante demasiados años, sin olvidar a las turbas incontroladas, son
de ello los máximos responsables.
Remesseum,
el Valle de los Reyes, todos los enormes panteones, sus bajorrelieves,
esculturas y jeroglíficos, etc. hablan bien a las claras sobre la existencia de
una civilización rica en cultura que dejó un gran legado, una excepcional
herencia que es patrimonio del pueblo egipcio y de toda la humanidad.
Siguiendo
por el majestuoso Nilo y dejando atrás Kom Ombo, el magnífico templo dedicado a
Horus, el halcón, y a Sobek, el cocodrilo, el cual se halla situado en lo alto
de un peñasco, se llega hasta Assuán, avistando la isla sagrada de Píale con su
templo a Isis, uno de los mejor conservados hasta la fecha.
En
el extremo sur de Egipto, en el valle de Nubia y a más de 300 kilómetros de
Assuán, se levanta el que puede considerarse como el más colosal y majestuoso
de cuantos templos se hiciera construir Ramsés, una de las maravillas más
emblemáticas del país. Se trata de Abu Simbel, fiel reflejo de la fantástica
locura y delirio de más excéntrico de los faraones.
Abu
Simbel fue construido por esclavos y tiene en su fachada principal cuatro
enormes figuras sedentes de más de veinte metros de altura, representando todas
ellas a Ramsés y a sus pies Nefertari, su esposa, así como la reina madre y
algunos de sus súbditos más allegados.
Las
esculturas complementarias están bastante destruidas, pero aún se conservan en
el interior del templo escrituras e interesantes relieves en las paredes de
roca arenisca,
Penetrando
en el templo a través de la fachada principla, el viajero puede adentrarse en
un mundo fascinante transformado en piedra y en torno al que todos los
adjetivos quedan empequeñecidos. Tallados en el interior de la montaña, en el
llamado santuario, se hallan los considerados como dioses mayores de Egipto,
Amón-Ra, Ptah, Ra-Horakhti y el propio Ramsés, elevado a rango divino.
Ninguna
mujer de faraón había sido glorificada como lo fue Nefertari, para quien Ramsés
mandó erigir también un pequeño templo junto al suyo. Los nombres de ambos se
hallan inscritos en los pilares, paredes y en el santuario erigido en honor a
la diosa Hathor.
A
lo largo de los siglos, investigadores y expertos egiptólogos han tratado de
estudiar los motivos que pudieron inducir a Ramsés a levantar este templo al
sur de Assuán, en un paraje tan insólito como desolado. No se ha llegado a
conclusiones determinantes al respecto, dado que mientras unos aseguran que la
tierra de los nubios siempre fue un lugar árido y seco, otros manifiestas que,
al parecer, la baja Nubia fue un exótico lugar, considerado como un paraíso
plagado de lujuriosa vegetación.
La
creación de la gran presa de Assuán en 1964 y como consecuencia la formación
del lago Nasser, el cual acabaría inundando dos terceras partes de la
Baja Nubia, provocó el traslado de Abu
Simbel y el templo de Nefertari a un nuevo emplazamiento para no quedar
sumergido bajo las aguas. Una empresa no menos colosal en la que intervino
media humanidad y que duró alrededor de tres años. Desde entonces, la población
nubia tuvo que emigrar hacia otras zonas del país, una mayoría hacia Kom Ombo y
sus alrededores, y el resto a las tierras del norte del Sudán.
Abu
Simbel, símbolo del gran poder egipcio sobre la tierra de los nubios,
representa la máxima expresión de generosidad, poder y sabiduría que siempre se
ha atribuido a los faraones, quizá hombres o quizá dioses, pero sobre los
cuales todavía hoy siguen existiendo muchos secretos indescifrables, secretos
que ellos se llevaron a sus tumbas y que permanecerán ocultos en la larga noche
de los siglos.
(Ver
interesante colección gráfica de este reportaje en GALERIA DE FOTOS)