Inmersos en un país en el que la historia y la leyenda se entremezclan con proverbial facilidad, auténtico crisol donde quedan fundidas civilizaciones tan opuestas como las de Oriente y Occidente, adentrarse en la ciudad roja de Marrakech a través del complicado laberinto de sus callejuelas, palacios, jardines, zocos y medersas, supone vivir un ambiente en el que el tiempo se detuvo hace siglos, rodeado del embrujo y exotismo que antaño sedujo a quienes llegaron a vivirla, abandonar la realidad y penetrar en un mundo fantástico.
A decir verdad, pocas ciudades han sido tan mitificadas como Marrakech.
Amurallada y luminosa, entre el nevado Atlas, testigo geográfico de los más inescrutables secretos del pueblo bereber, y el ocre-rojizo de sus kasbahs salpicado con verdes palmerales, suscita infinidad de cromáticas sensaciones, absorbe los sentidos y expresa quizá como ninguna otra urbe maghrebí una fastuosidad que termina por subyugar al viajero.
La gran metrópoli que presume de haber dado su nombre al país, contiene en realidad la esencia que configura todo Marruecos y en ella, sin lugar a ningún género de dudas, el visitante se siente cautivado por un magnetismo especial.
Marrakech, que en sus orígenes no fue mas que un inhóspito lugar abierto al trasiego de gentes, refugio de mercaderes y nómadas del desierto, y punto de encuentro para las caravanas que se dirigían hacia el sur, fue fundada por los almorávides en el siglo XI sobre un inmenso oasis del que hoy se conservan extensos bosques de palmeras.
Según relatos de la época, llegó a ser habitada durante mucho tiempo por una tribu venida del otro lado de las montañas con grandes provisiones de dátiles. De los huesos arrojados al suelo nació un inmenso palmeral, siendo entonces cuando se instaló allí Abou Bakr, jefe almorávide y nómada sahariano, el cual se vio obligado a volver al desierto para reprimir una rebelión, dejando el poder en manos de su primo Yusef Ben Tachfin, quien decidió erigir en aquel oasis una pequeña ciudad. Corría el año 455 de la Hégira (1062 de la Era cristiana). Acaba de nacer Marrakech.
UN RETAZO DE HISTORIA
Después de la caída de Toledo, acudió a la llamada de los príncipes andaluces, sostuvo infinidad de batallas y de ellas regresó con éxito. Cuando volvió, cuarenta años después, hizo de Marrakech la capital de un imperio que se extendía desde Cataluña hasta las montañas de oro del Sudán.
Su hijo, Ali Ben Yusef, continuó la obra de su padre, pero en 1147 la dinastía de los almohades, considerados como el flujo purificador del Islam, no dejó huella alguna de sus predecesores. Posteriormente, Andel Moumen y su hijo Yusuf levantaron algunos edificios de relieve, entre ellos una medersa (escuela coránica). No obstante, no sería hasta la llegada del victorioso Yacub Al Mansur (1184-1199) cuando la ciudad alcanzó su máximo esplendor, estableciéndose en ella innumerables filósofos y escritores, entre los que destacó el célebre pensador y médico andaluz Averroes.
Con la llegada de los merinides en 1269 se vino abajo la dinastía anterior, no siendo hasta 1520 cuando los poderosos saadianos procedentes de Arabia, retornaron a Marrakech todo su poderío. Fue Muley Ismail quien eligió a Meknes como primera ciudad del Maghreb, pero años más tarde Muley al Hassan la escogió como lugar de su coronación (1873), recuperando todo su prestigio, el cual permanece aún en nuestros días.
Centro neurálgico de muchas dinastías, como heredera de un apasionante legado histórico aún perduran en ella palacios, mezquitas y bellas edificaciones, así como la muestra palpable de la pasión árabe por los espacios ajardinados, amén de toda una serie de joyas arquitectónicas que convierten su visita en algo inolvidable.
El minarete de la Koutubia, símbolo de esta urbe multicolor, se muestra con toda su belleza exterior y diferente en casa uno de sus lados, con un aire que recuerda a la Giralda sevillana y la torre de Hassan en Rabat. Con etérea majestuosidad y sobre la que el sol parece jugar a adornarla con mil reflejos, es el primer punto de referencia para el viajero, ya que en ella convergen de inmediato todas las miradas. Un irresistible atractivo que obliga a contemplarla una y otra vez.
Deambulando sin prisas por esta ciudad tan abigarrada como legendaria y dejando atrás la Koutubia, hay que seguir el recorrido por el palacio de la Bahía (siglo XIV), rodeado de cipreses, palmeras, hiedras y enredaderas. Lugar de privilegio reservado a los invitados de honor, en el que tanto el mobiliario como toda la decoración, desde las cortinas de terciopelo hasta las pinturas de los techos, se conservan en perfecto estado.
Las tumbas amuralladas de los saadianos (finales del siglo XVI) es otro de los enclaves de ineludible visita, ya que entre los olorosos setos de sus jardines puede contemplarse el refinamiento de los mausoleos donde reposan las familias imperiales.
Asimismo, merecen una especial atención la medersa o escuela coránica de Ben Yusef, que data del siglo XVI. Una obra de arte escondida en las oscuras y siempre misteriosas callejuelas de la medina, y en cuyo patio la extraordinaria fuente de abluciones pasa casi inadvertida bajo la magnificencia de los arabescos de madera y yeso. Sin olvidar los jardines de la Menara (siglo XII) y el museo de las artes instalado en el palacio de Dar Si Said. Todo un amplio y variado compendio de sugerencias a cual de ellas más sugestiva.
Sin embargo, hablar de Marrakech es tanto como hacerlo de Jemáa el Fna, fuente inagotable de sorpresas y excitación, el mayor de los espectáculos y donde se experimenta el auténtico latir de la ciudad. No es suficiente con contemplarla desde algunos de los cafetines que rodean la plaza, hay que adentrarse en ella y especialmente al atardecer. Cuando el ambiente crece de forma inusitada, es el momento de deambular y sentirse inequívocamente atrapado entre encantadores de serpientes, charlatanes, malabaristas, aguadores, bailarines, mendigos, gentes que venden absolutamente de todo, desde comida hasta perfumes o especias, eruditos que recitan extraños poemas, acróbatas y embaucadores de todo tipo, ancianos que cosen a máquina, afeitan, sacan muelas o vaticinan el porvenir.
Resulta indescriptible encontrarse inmerso en semejante marea humana, entre extravagantes personajes que invitan a fumar tabaco o tomar un té verde azucarado, tragan llamaradas de fuego o se atraviesan la boca con espadas y cuchillos. Una auténtica orgía de chilabas y kaftanes, de olores y ruidos, gritos, música y susurros, en medio de un océano multicolor donde los sentidos apenas si tienen reposo alguno.
Jemáa el Fna, curiosamente un lugar de nombre siniestro habida cuenta de que antaño en él se ejecutaba públicamente a los criminales, es algo tan sugestivo como inaudito y, cuando ya anochecido se abandona el lugar, quien lo ha vivido cree haber estado en el más fascinante de los mercados y en otra época lejana en el tiempo. Un ambiente realmente incomparable, no sólo en Marruecos sino en el mundo entero.
TIERRA DE BEREBERES
Dejando atrás Marrekech y atravesando la cordillera del Atlas, se extiende un vasto territorio cuyo paisaje sufre una profunda transformación. La vegetación se convierte en inhóspita aridez y bajo un ardiente sol, el color ocre de las viejas edificaciones adquiere tonalidades más intensas. Es aquí donde viven los bereberes que proceden de las montañas, muchos de ellos agrupados en tribus o al amparo de las derruidas kasbahs que antaño les protegían de los invasores saharianos.
El trazado de caminos, sendas y carreteras no hacen sino seguir el mismo curso de las legendarias rutas de caravanas. Es el Gran Sur marroquí.
Estas tierras, cuna de uno de los imperios más poderosos que recuerda la historia y auténtica encrucijada de lenguas y culturas, resisten el azote del sol, soportando un clima pre-shariano muy seco, con frecuentes tormentas de arena y un ambiente que a los no habituados puede resultarles tan angustioso como desolador.
Sin embargo, los habitantes de esta amplísima zona, camino del sahel que supone la frontera con el África Negra, hace siglos convertida en sabana, ya están adaptados lógicamente a estas especiales temperaturas y lo mismo sucede con la escasa fauna, donde hormigas y escarabajos, la araña-lobo, el escorpión o el lagarto y la víbora cornuda, son auténticos expertos en el arte de sobrevivir, sin olvidar, por supuesto, a camellos y mulas, éstos sumamente apreciados por los nativos para utilizarlos en todo tipo de trabajos.
Muy importante fue, sin duda, la poderosa influencia de los dominadores que en tiempos llegaron desde el sur sahariano: almorávides, almohades, merinides… hasta el gran Muley Ismail de los alaouitas, sin embargo, los bereberes siempre supieron mantenerse fieles a sus ritos y costumbres. Al respecto, existen voces autorizadas que aseguran que nosotros, los hispanos, debemos hallar en ellos nuestras auténticas raíces.
Son gentes sencillas y afables, hoy convertidos en pequeños agricultores y pastores, por lo general muy independientes y en extremo celosos de sus creencias religiosas. Suelen hablar lengua “bereber” en familia, para expresarse en árabe cuando están en el exterior. Gustan del trato con los visitantes, charlan animadamente y acostumbran a gastarse bromas entre ellos mientras se reúnen, comen el tradicional kus-kus y beben el no menos clásico té con hierbabuena que apacigua la sed.
La prisa para ellos no existe, trabajan siempre fuera de sus casas y suelen desplazarse a los mercados de otros pueblos en busca de los víveres y ropas que precisan, bien a lomos de sus mulas o efectuando largas caminatas que pueden durar varios días. Las nieves que predominan en el Atlas en la época invernal, no impiden el tráfico de sus caravanas.
Las mujeres suelen gozar de una mayor libertad que las árabes, quizás por aquello de que habitualmente viajan o trabajan en el campo y su relación externa es constante.
Resulta, sin duda, todo un espectáculo multicolor, acudir a un pueblo y presenciar algunas de sus fiestas en las que la alegría reina por doquier y donde, casi sin darse cuenta, el viajero de inmediato se ve rodeado de chiquillos que, en plena algarabía suelen pedir dirhams (la moneda marroquí) y rara vez se conforman con cualquier otra cosa que no sea dinero.
Los niños, ya desde corta edad, mantienen una cierta preponderancia sobre las hembras, éstas casi siempre encargadas de vigilar o llevar a los más pequeños del grupo. De alguna manera ya están aprendiendo a ser mujeres para después, de muy jóvenes, empezar a acicalarse, vestir sus mejores kaftanes y llenas de collares y brazaletes tratar de encontrar al hombre que convertirán en su esposo y las llenará de hijos. Un mundo tradicional y muy aferrado a sus costumbres, quizás primitivo si se quiere, pero que ha permanecido así durante siglos.
POR LA RUTA DE LAS KASBAHS
Después de cruzar el Atlas en dirección hacia el sur es cuando se llega al auténtico lado oculto y menos conocido, el desierto. En esta tierra de bereberes, sobre el más árido de los paisajes, con cierta frecuencia se encuentran, salpicadas por el tibio verdor de algún oasis, un gran número de kasbahs, antiguos alcázares o fortalezas que servían básicamente como refugio de familias nobles y que en la actualidad permanecen casi en ruinas, dando cobijo a gentes de precaria condición.
Estas kasbahs están construidas con tierra, sin revestimientos de ningún tipo y ofreciendo una imagen de majestuosidad debido a sus proporciones y a la densidad de sus torres que emergen de altas murallas almenadas. La forma de estas torres es, por lo general, tronco piramidal, llamando la atención el hecho de que fueran edificadas por un pueblo que precisamente no dominaba las matemáticas ni la geometría en el espacio.
Esta arquitectura es típica de la zona pre-sahariana de los valles del Dráa, del Dades y del Ziz, encontrándose sólo algo parecido en el sur de la península arábiga. Una kasbah puede ser grande o pequeña y servir como alojamiento de una o varias familias, siendo su finalidad primordial la de protección y defensa contra el calor, el polvo y el viento.
Son infinitas las rutas que recorren este territorio y a cual de ellas más apasionante. De Marrakech a Ourzazate, después de abandonar Ait Ourir, se hallan las ruinas del campo fortificado de Tasghimud, construido por los almorávides en 1125, siendo a partir del pueblo de Taddut donde se inicia el ascenso al Tizin-Tichka (2.260 mts.) en medio de un paisaje impresionante. En este recorrido se encuentra también la kasbah de Tiselder, donde los chiquillos suelen vender amatistas al viajero, y la población de Igherm n´Ugdad, poco antes de una desviación que conduce a la ciudad perdida de Ait Benhaddou, bellísimo lugar fortificado al que se accede tras cruzar un río de escaso caudal en según que época del año.
Amparados en el más absoluto silencio, recorrer el entresijo de callejuelas de Ait Benhaddou supone tanto como asistir a un fantasmagórico espectáculo a la sombra de unas murallas que hablan por sí solas sobre un fastuoso pasado, como avanzar a través de mil pasadizos y en una ciudad en la que el tiempo se detuvo hace siglos. Una extraña sensación que invade a cada paso y convierte la visita en una excitante experiencia.
Ourzazate es la capital de la provincia, enclave idóneo para hacer un alto en el camino y aprovechar para efectuar algunas compras (especialmente tejidos, objetos de piedra y cerámica bereber).
A menos de dos kilómetros se encuentra la kasbah de Taurirt, antigua residencia del pachá de Marrakech, siendo también recomendable efectuar una detenida visita al lugar.
Siguiendo el curso del Dráa, de Ourzazate a Zagora y en dirección sureste, se discurre por un paisaje totalmente desprovisto de vegetación en el que se encuentra el pueblo fortificado de Tamesba, antes de penetrar en el gran desfiladero de El Alzaq.
Zagora se eleva en el límite de los palmerales, a los pies de unas majestuosas rocas donde se hallan los restos de una fortaleza almorávide del siglo XI.
Más allá de Zagora existen varias rutas hacia El Mhamid en las que resulta aconsejable utilizar un vehículo todo-terreno y mejor ir acompañado de un nativo.
Camino de Erfoud (a 364 kilómetros.) se atraviesa El Kelaa, fortín a 1.467 metros de altitud sobre el río Mgun, cerca de su confluencia con el Dades, así como distintas kasbahs que conducen al viajero hasta el oasis de Tineghir, donde se puede pernoctar habida cuenta de que en el pueblo hay un hotel.
Entre las paredes rocosas de las gargantas del Todra se accede a dos caminos opcionales para llegar a Erfoud, bien a través de la antigua necrópolis bereber de El Bouiya o por Gulimine y Errachidia, capital de la provincia del Tafilalet, famosa por sus pieles.
Hacia las dunas de Merzouga, de Gulimine a Laayoune y desde aquí hasta Tindouf . . . infinidad de kasbahs y oasis jalonan diversas rutas a través del más agreste e insólito escenario, donde la aventura se convierte en inseparable compañera de viaje. Algo que sólo es posible en esta tierra olvidada por la civilización, más allá de la ciudad roja de Marrakech, en el Gran Sur marroquí, camino del mayor desierto del mundo, el inmenso y mítico Sahara.