SÍMBOLO DE LA INDIA
Al establecer su hegemonía sobre la India e inspirados en el estilo que con anterioridad habían creado en Persia, los musulmanes emprendieron la construcción de edificios religiosos, mezquitas, mausoleos, palacios y fortalezas. Dotaron a la región septentrional de la península indostánica, sede de la dinastía de los Grandes Mogoles, de un cuantioso número de suntuosos monumentos, auténticas maravillas arquitectónicas, pero ninguno de ellos como el majestuoso e incomparable mausoleo del Taj, surgido de la más bella historia de amor.
Si viajar a Oriente siempre resulta atractivo, adentrarse en la India supone una experiencia apasionante, tanto como dar un salto a través de los siglos y penetrar en un mundo por completo distinto, un ambiente en el que van de la mano lo místico y lo fastuoso y donde, sin renunciar a las más avanzadas tecnologías, siguen poniéndose en práctica filosofías que datan de más de cinco mil años, teniendo un especial poder de seducción que, sin exagerar un ápice, la distingue ostensiblemente de todo cuanto el viajero conoce.
La forma de vivir de sus gentes; su concepto de la vida y la muerte; los monumentos de increíble belleza que se hallan esparcidos por su abigarrada geografía, mudos testigos de la atormentada historia de imperios y civilizaciones; lo sugestivo de sus paisajes y el entorno tan característico que siempre rezuma un cierto aire de misticismo e invita a la meditación, son aspectos predominantes en esa tierra de las mil aldeas que preconizara Mahatma Gandhi, un país de contrastes realmente desconcertantes para el occidental que se asoma a su realidad.
A la hora de dar una visión global sobre los puntos más sobresalientes, resulta del todo imposible citar tal o cual ciudad, región o enclave de marcado interés. Hablar de la India es hacerlo del templo de Konark en Tamil Nadu; los relieves eróticos de Khajuraho; la ciudad de Kanchipuram; la bella Jaipur; Mumbai, Calcuta, Delhi, Chennai, Bangalore, las urbes más congestionadas; la fortaleza de Jodhpur; el Ganges a su paso por Varanasi… No obstante, uno de los lugares ineludibles, por así decirlo, todo un símbolo del país, considerado como una de las maravillas del mundo y punto de cita obligada para el visitante, se halla situado en Agra, a poco más de 200 kilómetros de la capital. Lógicamente se trata del Taj Mahal.
La que llegara a ser capital del glorioso imperio mogol y en la actualidad una de las ciudades más relevantes del estado de Uttar Pradesh, aunque sin importancia política alguna, es una mezcla de lo nuevo y lo viejo. Por un lado la parte más antigua, la zona de Kinari Bazar, con sus intrincadas callejuelas, angostos laberintos saturados de gentes, vetustos edificios, tiendas con siglos de antigüedad, comercios de telas y joyas, mercados y puestos ambulantes dedicados a la venta de frutas y verduras, y por otro el sector más moderno en el que destacan las lujosas residencias.
En Agra también existe una tercera zona que surgió durante la época de dominación británica, se trata del cantonment o reducto militar dentro de la propia ciudad, en la cual se establecieron campamentos permanentes al igual que en todas las poblaciones importantes desde el punto de vista estratégico, con edificios de estilo colonial a base de grandes salones con techos altos, galerías abiertas y amplios jardines para combatir las elevadas temperaturas. Sin embargo, muchos de estos bungalows están deteriorados por el paso del tiempo y la zona en franca decadencia, muestra más que evidente de que la forma de vivir de sus actuales inquilinos dista mucho de ser la misma que la de los ingleses de antaño.
Situada en lo que se conoce con el nombre de Braj Bhoomi, un sector de larga tradición que ha aportado enorme cultura y arte a la India durante siglos, la primera mención que se hace de la ciudad se encuentra en el poema épico del Mahabharata, donde ya se hablaba de una selva llamada Agrabana.
A comienzos del siglo XIII, una nueva ola de invasores procedentes del Asia Central penetraron por el norte de la India. Esta vez los invasores vinieron para establecerse e hicieron del Islam su religión.
Alrededor del primer cuarto del siglo XIII, la mayor parte del norte del subcontinente estaba directa o indirectamente bajo el control del sultanato de Delhi. Las fronteras de este sultanato variaron con los distintos gobiernos.
En este largo periodo de tiempo se sucedieron las dinastías Tuglaqs (1320-1413), los Sayyidas (1414-1451) y los Lodhi (1451-1526).
Con seguridad histórica puede citarse que el nombre de Agra surgió desde su ocupación hacia el año 1502 por el Sultán Sikandar, perteneciente a la dinastía Lodhi, quien la convirtió en capital y fundó la vecina población de Sikandra.
El sultanato de Delhi se perpetuó hasta que la desintegración de su territorio debilitó tanto a la última dinastía, la de los Lodhi, que no pudieron hacer frente al nuevo invasor que venía del Asia Central.
La dominación de la dinastía mogol en la India fue sinónimo de esplendor y opulencia. A lo largo de tres siglos, sus emperadores establecieron poderosos gobiernos que terminaron extendiéndose por todo el subcontinente, desarrollando una gran estructura militar y administrativa, a la vez que propiciaron un extraordinario auge cultural con singular riqueza de ideas en historia y filosofía así como una marcada expresión en las artes. Hay que tener en cuenta que, durante el reinado de los mogoles, el emperador mogol de la India estaba considerado en la vieja Europa como el monarca más poderoso y rico que existía sobre la tierra.
En torno a la majestuosa y omnipotente figura de los mogoles han surgido infinidad de relatos que hablan sobre su muy arraigado sentido del honor, sus desmesuradas ansias de riqueza, enormes ejércitos, elegantes ritos y ceremonias, esclavas de tez oscura y delicada belleza, hazañas guerreras. Un mundo fascinante que ya desapareció, pero las leyendas siguen vivas y no perecerán nunca. Tan sólo los grandes mausoleos, mezquitas y palacios de mármol adornados con piedras preciosas, quedan en pie como mudos testigos de una de las épocas más fastuosas de la India.
Durante el dominio de los emperadores mogoles se construyeron la mayoría de los monumentos de singular belleza que aún se conservan y asombran, tanto por su tamaño como por la fastuosidad de los materiales utilizados. Babur, Humayun, Akbar y Jahangir, en el periodo comprendido entre los años 1526 y 1627 hicieron construir el Ram Bagh, la tumba de Shershah, los palacios de Agra y Fatehpur Sikri, así como el mausoleo de Sikandra, fieles exponentes del arte musulmán. Tras un punto de partida puramente persa, en ellos va notándose ligeramente la influencia de la inspiración hindú, sin embargo, los elementos turco-persas, renovados a intervalos irregulares, conservan en todas sus obras una elegancia y simplicidad bastante alejadas del gusto típicamente hindú, sorprendiendo la profusión decorativa aunque de ningún modo interrumpe la pureza de las líneas arquitectónicas.
A partir de 1628 alcanzó una especial relevancia el reinado del emperador Shah Jahan, quinto sucesor de la dinastía mogol, no en balde fue él quien mando construir diferentes palacios de mármol en el interior de la fortaleza de Agra y acabó creando la obra de mayor esplendor, la cual llegaría a ser considerada como una de las maravillas del mundo: el Taj.
UNA BELLA HISTORIA DE AMOR
Shah Jahan tenía cuatro esposas, pero la verdadera reina de su corazón era la menor, llamada Arjumand Banu Beghun, hija de unos nobles persas, y a la que confirió el título de Mumtaz Mahal o “la elegida de palacio”. Existe una bella leyenda sobre su primer encuentro. Aseguran que ambos se conocieron en un Mina Bazar, un mercado muy especial donde las mujeres de la nobleza vendían artículos de valor y los únicos compradores del sexo masculino eran el rey y los príncipes.
En cierta ocasión, el príncipe Khurram (quien luego se convertiría en el emperador Shah Jahan) se acercó al puesto atendido por una encantadora muchacha y ante su pregunta sobre qué tenía para vender, la joven le mostró un cristal de azúcar diciendo que le quedaba solamente aquel “brillante” y que valía 225.000 rupias. Khurram pagó el precio sin vacilar, perdiendo no sólo el dinero sino también el corazón.
Perdidamente enamorados, ambos se casaron en la primavera de 1612, contando ella apenas diecinueve años de edad. La feliz unión se vio enturbiada por largos años de lucha por el trono, transcurridos los cuales y cuando ya pudieron gozar de paz y de todas sus riquezas al tener en sus manos uno de los imperios más poderosos de la tierra, el destino les jugaría un revés implacable. En el verano de 1631, antes de la llegada de las lluvias y cuando la pareja se encontraba de campaña en Burhanpur, lejos de Agra, al dar a luz una niña (la que sería su 14º hijo) Mumtaz Mahal sintió que había llegado su fin y la hora de emprender el viaje eterno.
Shah Jahan no pudo soportar aquel golpe tan duro y aseguran las leyendas que en una sola noche sus cabellos encanecieron. Parecía olvidado del mundo que le rodeaba y envuelto en tinieblas buscaba algo a que aferrarse sin encontrarlo, todo en él era tristeza y desolación, y algunos hasta creyeron que su estado bordeaba una extrema locura.
Poco a poco, como los rayos del sol disipan la neblina, fue surgiendo en su mente la idea de inmortalizar a su perdida amante a través de un monumento tan bello como la misma Mumtaz Mahal, y tan duradero como su propio amor hacia ella. La desolación dio paso al entusiasmo por crear un mausoleo que no tuviera rival sobre la faz de la tierra y así fue como nació el Taj que hoy puede admirarse.
El reinado de Shah Jahan fue considerado como uno de los de mayor opulencia de su tiempo, pero pronto el tesoro real empezó a sentir los efectos de tan inmensos dispendios.
Cuando estos excesos tuvieron que empezar a ser controlados, se desató una amarga lucha por el poder entre los hermanos, a quienes acabó matando.
Shah Jahan favoreció a su hijo Dara Shikoh para la sucesión del reino, pero finalmente fue otro de sus hijos, Aurengzeb, quien accedió al trono.
Con el reinado de Aurengzeb, un fanático religioso que con su política se enfrentó con la población hindú. se inició la decadencia que culminaría con el proceso de desintegración del Imperio Mogol.
Shah Jahan tuvo un triste final. Fue destronado por su propio hijo, quien le encarceló en el Fuerte Rojo de Agra. Aseguran que, hasta el término de sus días, desde la estancia donde se hallaba prisionero, no dejó de contemplar en la lejanía el mausoleo que él mandó construir a la memoria de su amada esposa.
UNA RIQUEZA INDESCRIPTIBLE
En Agra y en la margen derecha del río Yamuna (afluente del Ganges), la construcción se inició en el mismo año de la muerte de Mumtaz Mahal (1631), pero a pesar del interés personal del emperador, los trabajos fueron lentos en exceso, no en vano el mármol tenía que ser traído de las lejanas canteras de Makrana en el Rajasthan, a casi 400 kilómetros de distancia, resultando harto complicado, además, dar con el resto de componentes dado que los 43 tipos de piedras preciosas requeridas para las incrustaciones venían de lugares muy diversos. La turquesa, por ejemplo, procedía del Tíbet; el ágata del Yemen; el lapislázuli de Ceilán; el coral y la cornalina de Arabia; el jade de China; el ónice de Persia; la malaquita de Rusia… Aunque quizá la razón más importante de la demora en el trabajo fuera la perfección exigida en cuantas piedras se colocaban. Cada incrustación, relieve o celosía, dan la impresión de haber sido consideradas por su creador como una obra maestra.
Trabajaron en el ambicioso proyecto más de veinte mil personas y la obra duró cerca de veintidós años, interviniendo expertos en jardinería, arquitectura e ingeniería, talladores de mármol y un interminable etcétera. Alguien dijo en cierta ocasión que el Taj había sido construido por gigantes y adornado por joyeros.
Resulta del todo imposible poder describir con palabras su belleza, se trata de una obra de arte que debe valorarse muy personalmente. Aunque se haya visto repetidas veces en fotografías y películas, cuando se contempla directamente, siempre surge como mucho más bello de lo imaginado e incapaz de decepcionar a quien se extasía en su contemplación.
Aun cuando el viajero puede observar esta magnificencia arquitectónica en la lejanía, desde los palacios del Fuerte Rojo o bien situado en la orilla opuesta del río Yamuna, el impacto que produce desde la entrada principal, rodeado de jardines, estanques y flanqueado por otros edificios y sus minaretes, cuatro centinelas de su exquisitez, es realmente único. Hay quienes recomiendan verlo a la luz de la luna llena, otros al amanecer o incluso en la inmediatez del crepúsculo, pero lo cierto es que el Taj no depende de horarios ni efectos exteriores porque crea su propio ambiente y por la misma razón carece de toda iluminación artificial.
Resultaría una herejía pretender mejorar su visión. Muchas veces se ha dicho que el Taj era divino y como tal, la única luz que le ilumina es la del cielo.
Tras contemplar otras diferentes tumbas mogoles y antes de abandonar el extraordinario recinto a través de los jardines y por el patio de Jalau Khana, el viajero observa la caligrafía árabe que reza a la entrada:
“Que ningún hombre con el corazón impuro entre en el jardín de Dios “
Impresionado, sin duda, por todo cuanto sus ojos han visto, quien procede de las lejanas tierras de Occidente experimenta al asomarse al exterior una extraña sensación, como el despertar de un maravilloso sueño tras haber vivido inmerso en algo que puede llegar incluso a parecer irreal, más allá del éxtasis.
(Ver interesante colección gráfica de este reportaje en GALERIA DE FOTOS)