TÚNEZ : EL EMBRUJO DE KAIROUAN



Kairouan, ciudad santa del Islam como La Meca, Medina o Jerusalén, es la única existente en el Magreb. Centro de peregrinación, es un enclave de singular belleza que atesora los vestigios de un fastuoso pasado, aparte de estar considerada como punto de partida en la ruta hacia los oasis del sur.
Su muy peculiar magnetismo seduce de inmediato al visitante, significando un paréntesis muy especial en el multicolor paisaje tunecino, entre el mar y el desierto.

A través de los siglos, civilizaciones como la fenicia, griega, romana y bizantina dejaron su huella imperecedera en este suelo, de ahí que infinidad de maravillas arquitectónicas se encuentren a cada paso. Desde el capitolio de Thuburbo Majus, considerado como uno de los que goza de mejor conservación en todo el continente africano, o las ruinas de la inmortal Cartago, hasta los templos de Júpiter y Celestis en Dougga, pasando por las grandes termas de Maktar, el templo de Zaghouan, las piscinas de Gafsa, el foro y las basílicas presididos por el magnífico arco de triunfo de Sbeitla, sin olvidar Nabeul, Thina, Maidra, los restos púnicos de Kerkouane y, por supuesto, la majestuosidad del coliseo de El Jem, cuyas extraordinarias dimensiones subyugan al viajero que se asoma a sus imponentes gradas.
Vestigios todos ellos que revelan de forma harto elocuente el poder del Imperio romano e infinidad de culturas que ejercieron su notable influencia sobre estas tierras acariciadas de forma permanente por una suave climatología.

LA GRAN MEZQUITA
Nunca la piedra expresó con tanta fuerza el misterio insoldable de la fe, por ello hablar de Kairouan no puede escaparse al viento de la historia y hay que ahondar en la misma para encontrar sus orígenes.
Al filo del año 671, el conquistador Oqba Ibn Nafii, de quien se asegura fue compañero del Profeta Mohammed, llegó hasta un valle de salvaje encanto, el cual estaba equidistante de las montañas donde se atrincheraban los bereberes y también de las orillas de la costa este donde la poderosa flota bizantina seguía sembrando la confusión y el terror. Aquel lugar de reposo para los ejércitos estaba llamado a convertirse en una urbe de notable influencia y centro espiritual magrebí. Acababa de nacer Kairouan.
Aunque su evolución se detuvo tras la rebelión de los kharijitas (758-761), posteriormente resurgió y con mayor con la dinastía de los aghlabitas (800), que fueron quienes dotaron a la ciudad de sus más hermosos monumentos. Su prestigio resultaría ya indestructible y de ello sigue enorgulleciéndose en la actualidad.
A partir de aquel momento, artesanos, comerciantes y personajes influyentes empezaron a enriquecerla hasta límites insospechados, convirtiéndola en preponderante entre los mayores núcleos de civilización próximos al Mediterráneo.
Cuando el viajero va dejando atrás la capital en dirección al exótico sur, bien pronto de percata de que, apenas transcurridos unos kilómetros, el paisaje sufre una notable transformación, adentrándose en una zona bordeada de eucaliptos tras la cual, surge de improviso una franja irregular de tonalidades ocres que fácilmente se confunde con el pálido horizonte. Ante la vista aparecen gentes y más gentes, carromatos, camellos, mercados, vendedores ambulantes… Un mundo heterogéneo en constante movimiento. Es entonces cuando avanzar se hace más lento a la vez que se presiente la proximidad de un ambiente que rezuma un exótico magnetismo al que no puede ni debe     sustraerse quien quiera dejarse seducir y extasiarse en el corazón del país: Kairouan.
A las puertas de la ciudad y sobresaliendo majestuosamente sobre el resto de edificaciones, enseguida destaca como si de una importante fortificación se tratara, la Gran Mezquita, auténtico símbolo tunecino y obra de excepcional magnitud que condensa la espiritualidad del Islam occidental.
Protagonista de mil avatares a lo largo de su atormentada historia, destruida y vuelta a construir, ampliada y embellecida por las diferentes dinastías de dominadores, produce un evidente impacto al cruzarse el umbral de su puerta de entrada y acceder al interior. De repente y como por arte de encantamiento, desaparece el bullicio reinante en las calles y se hace un silencio absoluto que invita, sin duda, a un profundo recogimiento. La primera impresión es de sorpresa al descubrir la inmensidad del recinto.
Penetrar en la Gran Mezquita significa quedar inmerso en un mundo fantástico en el que van de la mano el misticismo y la religiosidad, la sobriedad arquitectónica y al mismo tiempo la belleza de los tesoros artísticos que guarda celosamente.
Rodeando el grandioso patio de losas de mármol, toda una sinfonía de pórticos, capiteles y columnas de diferentes estilos, parecen custodiar la sala de plegarias ricamente ornamentada, y en la que resaltan los bajorrelieves de arabescos con temas florales, los dorados del mihrab y toda una galaxia de lámparas de cristal que, sin duda alguna, hacen de esta mezquita de Sidi Oqba uno de los monumentos más relevantes del mundo musulmán.
Una experiencia que absorbe hasta increíbles límites. Una seductora vivencia que sume al viajero, éste inmerso en asombrada contemplación, en una atmósfera que transmite paz, sosiego, la más insoldable tranquilidad de espíritu e invita a la meditación como si se sintiera trasladado a otro mundo distinto, de ensueño, quizá irreal… o posiblemente lo irreal sea cuanto hay más allá de la puerta del recinto.

CIUDAD DE MÚLTIPLES ENCANTOS
En cualquier lugar de la ciudad por recóndito que éste sea, palpita la vocación sagrada de Kairouan, suntuosa y llena de sensibilidad, tanto en las pequeñas mezquitas como en las zaouia o mausoleos de santos.
Merece una especial atención el mausoleo de Sidi Sabih con su elegante minarete, su bello patio, su colección de porcelanas así como sus frisos y estucos cincelados. Al respecto existe la leyenda que asegura que el santo varón conservaba tres pelos de la barba del Profeta Mohammed, lo cual le valió el apodo de “barbero” con el que siempre se le ha conocido.
La mezquita de Thieta Bibane o de “las tres puertas” es también uno de los monumentos más antiguos de la ciudad. Edificada por una familia emigrada de Córdoba, muestra una bellísima fachada adornada con caligrafía y sutiles decoraciones en relieve. Asimismo, la hermosa zaouia de Sidi Abid El Ghariani reclama una especial visita, habida cuenta de sus hermosos techos, mosaicos y elegante patio de estilo árabe, cuyas galerías sostienen unos extraordinarios pilares bizantinos.
El viajero puede también dejar escapar el tiempo con tranquilidad, sin prisas y observando cuanto acontece en la medina y en los alrededores de las majestuosas murallas y a través de las estrechas callejuelas convertidas en un auténtico paraíso para las compras. Una explosión para los sentidos que, a no dudarlo, se alteran a cada paso con tanta diversidad de luz y color, ofreciendo un espectáculo inigualable, muy característico en todo el Magreb, pero que en Túnez tiene un sabor realmente especial.
Y si sobran unos minutos después de un recorrido por la parte más antigua de la ciudad, nada mejor que aproximarse a la plaza Halfaouine para tomar un típico café turco, perfumado con esencia de flores de naranjo o agua de azahar.
Kairouan es tierra de artesanos, herreros, tejedores y tallistas, de ahí que en cualquier taller o en el más humilde rincón, se suele sorprenderles trabajando al igual que se ha venido haciendo a través de infinidad de generaciones.
Si la Gran Mezquita de Sidi Oqba es el símbolo de la ciudad, el arte de la tapicería no se queda atrás a la hora de darle un más que merecido prestigio. El visitante, que termina siempre por convertirse en comprador, puede elegir entre tres tipos de alfombras: la Alloucha de lana de alta calidad y color discreto y más natural (marrón, negro y blanco especialmente), o bien la Zarbia, más coloreada y de una calidad muy apreciada, y la Mergoum con lana tramada de fondo liso y dibujos decorativos en distintos matices.
Los tapices y alfombras, como otros muchos productos de la más refinada artesanía tunecina, suelen convertirse en uno de los más bellos recuerdos de la visita a éste país.
Cuando se abandona Kairouan suele experimentarse la sensación propia de estar despertando de un sueño, un sueño inolvidable.
Ya de regreso a un mundo más real, en la ruta hacia el exótico sur, quien anhela algo más que una plácida estancia en las doradas playas del litoral, busca otros alicientes por completo distintos y se siente ávido de aventuras, amén de vivir nuevas y gratificantes experiencias, los oasis de montaña, el Chott El Djerid o bien las aldeas bereberes poseen un extraño y misterioso encanto.
El ardiente sol, las interminables dunas, horizontes infinitos, verdes oasis, solitarias palmeras que se mecen con la suave brisa del atardecer, la luna sobre un pálido azul, los castillos del desierto… Un mundo fascinante que hay que descubrir.

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