P E R S É P O L I S



ESPLENDOR DEL IMPERIO PERSA


El imperio persa de la dinastía aqueménida (558-330 a.C.), uno de los más extensos de la antigüedad, llegó a abarcar todo el vasto territorio desde Anatolia al río Indo. Su base se encontraba en el corazón de la meseta de Persia, y dentro de ella una ciudad se convirtió en epicentro de todo el poder de la monarquía: Persépolis.
La primera capital del Imperio persa aqueménida fue Pasargarda, pero hacia el año 512 a.C. el rey Darío I el Grande emprendió la construcción de un masivo complejo palaciego, ampliado posteriormente por su hijo Jerjes I y su nieto Artajerjes I. Mientras las capitales administrativas de los reyes aqueménidas fueron Susa, Ecbatana y Babilonia, la ciudadela de Persépolis mantuvo la función de capital ceremonial, donde se celebraban las principales fiestas y ceremonias. Construida en una región remota y montañosa, Persépolis era una residencia real poco conveniente, siendo visitada principalmente durante la época primaveral.
Tras haber continuado la obra de Ciro II en Pasargarda y paralelamente a los importantes trabajos de construcción emprendidos en Susa, Darío I decidió establecer una nueva capital. Esta decisión fue generalmente interpretada como una voluntad de distinguirse de la rama principal de los aqueménidas, a la que Pasargarda estaba fuertemente ligada.
Eligió para ello una ciudad muy identificada con Uvadaicaya (Mattezsi en babilonio). Esta ciudad debía tener ya cierta importancia política puesto que Darío hizo ejecutar a su principal opositor persa en el 521 a.C. Por otro lado se ha atestiguado la presencia de palacios y de puertas monumentales que se remontan a Ciro y Cambises II, así como una tumba inacabada, probablemente destinada al propio Cambises. Las tablillas babilonias muestran que se trataba de un centro urbano desarrollado, activo y poblado, que mantenía relaciones comerciales con Babilonia, y era capaz de asegurar los medios logísticos y alimenticios para una obra de esta magnitud.
Darío eligió como emplazamiento para su nueva construcción la parte baja de la formación rocosa del Kuh-e Ramât, que se convirtió así en el símbolo de la dinastía aqueménida. Hizo erigir la terraza, los palacios (Apadana y Tachara), la sala del Tesoro, así como las murallas. Lo cierto es que resulta difícil datar con precisión la construcción de cada monumento. La única indicación irrefutable fue suministrada por las tablillas encontradas en el lugar que atestiguan la existencia de actividad constructiva al menos desde el año 509 a.C. cuando se levantaron las fortificaciones.
Las construcciones de Darío fueron luego terminadas y completadas por sus sucesores: su hijo Jerjes I añadió al complejo la Puerta de todas Naciones, el Hadish, o incluso el Tripylon, y más tarde bajo el poder de Artajerjes I en el 460 a.C. más de mil quinientos trabajadores se encontraban presentes en las obras. El lugar permaneció en construcción hasta, por lo menos, el año 424 a.C. y quizás hasta la caída del Imperio persa: sólo una puerta quedó inacabada, así como un palacio atribuido a Artajerjes III.
Al contrario de otras construcciones monumentales antiguas, griegas o romanas, Persépolis no se edificó con mano de obra esclava, sino que en ella trabajaron obreros provenientes de todos los países del imperio: Babilonia, Caria, Jonia o Egipto.

LA DESTRUCCIÓN DE ALEJANDRO MAGNO
Ubicada en el corazón del Imperio aqueménida, Persépolis no contaba, sin embargo, con unas defensas sólidas. Además, la posición al pie del Kuh-e Ramât representaba un punto débil a causa del desnivel al este, entre la terraza y el suelo. Este lado estaba protegido por una muralla y dos torres.
La información acerca de la conquista y destrucción de Persépolis por Alejandro Magno en su campaña de Oriente, procede principalmente de los textos de historiadores antiguos, especialmente Plutarco, Diodoro Sículo y Quinto Curcio Rufo.
Ciertos elementos arqueológicos corroboran sus juicios, pero su versión sobre la destrucción de la ciudad es discutida.
Según estos historiadores, la caída de Persépolis fue seguida de la matanza de sus habitantes y del saqueo de sus riquezas. Tiridatas, guardia del Tesoro, hizo llevar ante Alejandro, cuyo ejército se aproximaba, un escrito de rendición en el que ofrecía entrar en la ciudad como vencedor. De este modo, Alejandro podría hacerse rápidamente con las riquezas de la ciudad. Los textos, sin embargo, no mencionan su respuesta.
Tras haber tomado Persépolis en el año 331 a.C. Alejandro dejó una parte de su ejército y continuó la marcha. No regresó a la ciudad hasta algún tiempo después. Al final de una jornada de festejos en honor a la victoria, Persépolis fue incendiada por orden del conquistador en mayo del 330 a.C.
Los historiadores relatan que un Alejandro ebrio de vino habría lanzado la primera antorcha sobre el palacio de Jerjes a instigación de Tais, más tarde esposa de Ptolomeo, quien lanzó la segunda. Tais habría exhortado a Alejandro y sus compañeros de armas a vengar así el saqueo de Atenas por Jerjes I.
Lo cierto es que el motivo de la destrucción de la ciudad fue aparentemente de orden político, reflejándose una decisión meditada por parte de Alejandro. Cuando el vencedor había ordenado salvar las ciudades tomadas y especialmente Babilonia, no ahorrando ningún gesto para reconciliarse con la población persa, hizo en Persépolis una maniobra de alto alcance simbólico dictado por el contexto persa: el corazón ideológico del poder aqueménida se hallaba siempre en las capitales persas. La decisión fue pues incendiar el santuario dinástico persa para hacer patente a la población el cambio de poder.
Los expertos en historia coinciden en afirmar que “Alejandro quiso anunciar a todo el Oriente, mediante esta destrucción del santuario nacional, el fin del dominio persa”.
No es menos cierto que algunos escritos antiguos también llegaron a mencionar el arrepentimiento expresado más tarde por un Alejandro apenado por su comportamiento, el cual venía implicado por el hecho de que el gran conquistador reconocía su fracaso político.
La destrucción de Persépolis marcó el fin del símbolo del poder aqueménida. El primer Imperio persa desapareció completamente con la muerte de Darío III, último emperador de su dinastía. La helenización comenzó con los seléucidas.
Aún tendrían que transcurrir muchos siglos, antes de que la ciudad fuera rescatada del olvido de la historia.

LA ÉPOCA DE LOS VIAJEROS Y CIENTÍFICOS
Las ruinas de Persépolis fueron objeto de numerosas visitas por los occidentales del siglo XIV al XVIII:
De paso hacia Catai en 1318, un monje viajero de nombre Odorico pasó por Chehel Minar sin retrasarse en las ruinas. Fue el primer europeo en mencionar el lugar. Le siguió, en 1474, un viajero veneciano: Josaphat Barbaro.
El misionero portugués Antonio de Gouvea visitó el lugar en 1602. Observó las inscripciones cuneiformes y las representaciones de “animales con cabezas humanas”.
El embajador de España ante Abas el Grande, García de Silva Figueroa, describió por extenso el sitio arqueológico en una carta al marqués de Bedmar en 1619. Apoyándose en textos griegos, encontró claramente la relación entre Persépolis y Chehel Minar.
De 1615 a 1626, el romano Pietro Della Valle visitó numerosos países de Oriente y trajo de Persépolis copias de inscripciones cuneiformes que servirían más tarde para descifrar la escritura.
Le siguieron los ingleses Dodmore Cotton y Thomas Herbert, de 1628 a 1629, cuyo viaje tuvo por objeto estudiar y descifrar las escrituras orientales.
Entre 1664 y 1667, Persépolis fue visitada por los franceses Jean Thévenot y Jean Chardín. El primero de ambos anotó sin razón en su obra Voyage au Levant, que estas ruinas eran demasiado pequeñas para ser la morada de los reyes de la antigua Persia. Sin embargo, Chardín atribuyó las ruinas claramente a Persépolis.
En 1694, el italiano Giovanni Francesco Gemelli-Carreri anotó las dimensiones de todas las ruinas y estudió sus inscripciones.
Finalmente, en 1704, el holandés Cornelis de Brujin observó y dibujó todo el complejo, publicando sus trabajos en 1711 y en varios idiomas.
Con posterioridad, en los siglos XIX y XX llegó la época de los científicos y empezaron a multiplicarse las misiones con el fin de llevar a cabo excavaciones arqueológicas y estudios detallados, los cuales desembocaron en los primeros trabajos de restauración de las ruinas del gran conjunto monumental.
En 1971 y por espacio de tres días, tuvieron lugar en Persépolis las fastuosas ceremonias con motivo de la celebración de los 2.500 años de la monarquía. El Sha de Persia Mohammad Reza Pahlevi invitó a numerosas personalidades internacionales.
El fasto de las ceremonias, que movilizaron más de doscientos servidores venidos de Francia para los banquetes, suscitó amplia polémica en los medios de comunicación de la época y contribuyó a empañar la imagen del Sha, dado que los gastos ascendieron a más 22 millones de dólares, en detrimento de otros proyectos urbanísticos y sociales.
Después de la revolución iraní y con el fin de erradicar una fuerte referencia cultural al periodo pre-islámico y a la monarquía, el ayatolá Sadeq Khalkhali intentó con sus partidarios arrasar Persépolis por medio de bulldozers. La intervención de Nosratollah Amini, gobernador de la provincia de Fars y la movilización de los habitantes de Shiraz, afortunadamente permitieron salvar al monumento de su total destrucción.
Persépolis es un medio frágil cuya preservación puede estar comprometida por la actividad humana. Las autoridades deben velar por el futuro de las ruinas y más aún teniendo en cuenta que las mismas son regularmente objeto de robos relacionados con el tráfico de antigüedades.

UN COMPLEJO MONUMENTAL
El complejo palatino de Persépolis descansa sobre una terraza de 450 metros por 300 metros. En el lado este está formado por el Kuh-e Ramat, en cuya pared rocosa están excavadas las sepulturas reales que dominan el lugar.
Toda esta terraza soporta un número impresionante de construcciones colosales realizadas en caliza gris.
Destacan también la escalera principal, la Puerta de las Naciones o Puerta de Jerjes (supuestamente del 475 a.C.), la Vía de las procesiones y la Puerta Inacabada, además de la Apadana o sala de audiencias de Darío el Grande.
El Palacio tiene un plano cuadrado de más de sesenta metros de lado y consta de 36 columnas de veinte metros de alto, de las cuales 13 aún permanecen en pie. Muy importante la visita al Tachara o Palacio de Darío, situado al sur de la Apadana; el Tripylon o vestíbulo de audiencia de Jerjes, situado en el centro de la ciudad; el Hadish o Palacio de Jerjes, así como el Palacio de las cien columnas o Sala del Trono, que es el palacio más grande de todo el complejo de Persépolis.
Son también interesantes el Tesoro, construido por Darío I, así como el Harén y el Museo, donde se exponen cerámicas, monedas, herramientas de la época, restos de tejidos, artesanías de hierro y tablillas grabadas de gran valor histórico y artístico.
Han sido hallados numerosos elementos fuera de los muros de la terraza. Se trata de restos de jardines, viviendas, sepulturas aqueménidas e incluso algunas tumbas reales.
El sistema de canalización de la terraza, al igual que algunas partes de este complejo de Persépolis, esconden todavía muchos secretos, lo que debe motivar excavaciones profundas en el futuro. La ciudad fue en su época sumamente grandiosa.
El experto arqueólogo norteamericano Arthur Upham Pope llegó a citar textualmente: “El esplendor de Persépolis no es la contrapartida accidental de la monumentalidad y del fasto, es el producto de la belleza reconocida como valor supremo”.
Refiriéndose a las ruinas de la antigua Persépolis, muchos son los expertos que han coincidido en afirmar que nunca en la antigüedad, el arte había dado muestras de tal audacia.

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